web counter

 

CAPITULO VI

LA SUPREMACIA DE LA ARISTOCRACIA MILITAR

(1081 - 1204)

1.

LA RECUPERACION DEL IMPERIO BIZANTINO: ALEJO I COMNENO

 

El balance exterior del triste período que media entre la muerte de Basilio II y el ascenso al trono de Alejo Comneno, está marcado por la completa ruina de la supremacía bizantina en Asia, la pérdida definitiva de los territorios italianos y el fuerte retroceso de la autoridad bizantina en la Península Balcánica. Su balance en política interior se caracterizaba por una grave paralización del poder central, una profunda miseria económica, la devaluación de la moneda y la desintegración del sistema económico-social del Imperio Bizantino medio. Alejo I (1081-1118) tuvo que apoyar su obra restauradora sobre nuevas bases y nuevos factores sostendrían los pilares del Estado erigido por él.

Su obra de restauración, sin embargo, tan sólo pudo tener un éxito superficial y no duradero. También en la Alta Edad Media, durante los reinados de Heraclio y León III, Bizancio parecía encontrarse al borde del abismo. Pero en aquel entonces el Imperio poseía una fuerza interior inagotada que hacía posible una recuperación de gran empuje, y, por encima de todas las tempestades, pudo salvar su núcleo vital, Asia Menor. De esta forma no sólo se pudo recuperar sino también reconquistar paulatinamente su hegemonía en toda el área del Mediterráneo Oriental —tanto en tierra como en el mar. Pero ahora el Imperio estaba agotado por dentro ya que el sistema sobre el cual había apoyado su fuerza durante los siglos anteriores, se había hundido, y —justamente por esta razón— se le había escapado la base principal de su poder, Asia Menor, casi sin ofrecer resistencia. Ahora la obra de restauración realizada por los Comnenos quedaba sobre todo restringida al área de la Costa y fue precisamente durante el Imperio de los Comnenos cuando Bizancio perdió su hegemonía marítima. Esta, tanto en el orden comercial como en el estratégico, pasó a las ciudades-repúblicas italianas y éste es, en términos de historia mundial, el cambio más importante que se operó en esta época; es un cambio que muestra nítidamente la supremacía de las fuerzas emergentes de Occidente y que culmina con la catástrofe bizantina de 1204. La posición de gran potencia que tuvo el Imperio Comneno, carecía de estabilidad interior y, por ello, los éxitos alcanzados por la hábil política de la dinastía Comneno, por impresionantes que fueran, no tuvieron un efecto duradero.

En efecto, la política de Alejo Comneno, ya desde sus primeros pasos, es testimonio de su extraordinaria habilidad. La tarea a la que se enfrentaba era inmensamente difícil: debía levantar un Imperio que había perdido su fuerza interior y su poder defensivo, y, esto, hacerlo cercado por activos enemigos que marchaban contra él —normandos, pechenegos y selyúcidas. Por el momento se vio obligado a aceptar el hecho de que Asia Menor estuviera en su totalidad bajo el dominio turco. No pudo hacer otra cosa que conceder posteriormente a Solimán el territorio perdido en calidad de zona de asentamiento, para, así, salvaguardar, al menos formalmente, los derechos de soberanía de Bizancio y crear la ficción de que Asia Menor no se encontraba bajo el dominio de una potencia soberana, sino, al igual que los pechenegos en la Península Balcánica, había sido entregada a federados del Imperio que tenían el territorio con el consentimiento del Emperador. Alejo I tuvo que concentrar todas sus fuerzas en la lucha contra los normandos, pues después de haber conquistado el territorio bizantino de Italia Meridional, Roberto Guiscardo atacó también la costa oriental del Adriático. La meta final del normando era nada menos que la diadema imperial de Bizancio; su meta más cercana era la conquista de Dirraquio con la cual se abriría el camino hacia Constantinopla. Sin suficientes tropas y sin dinero Alejo I tuvo que entrar inmediatamente después de su subida al trono en una lucha en la que lo que estaba en juego era la existencia misma del Imperio. Tuvieron que empeñarse ornamentos sagrados de la Iglesia y con estos fondos el emperador logró reunir un ejército que, como en las circunstancias era de esperar, estaba compuesto en su mayoría por mercenarios extranjeros y en buena parte por normandos ingleses. No se podía, sin embargo, soñar con emprender la lucha contando tan sólo con las propias fuerzas. Alejo hizo todo lo posible para encontrar aliados contra este enemigo superior entablando negociaciones tanto con Gregorio VII como también con Enrique IV y asegurándose la ayuda de Venecia.

Entonces aparece ya claramente el factor que a partir de entonces sería el móvil de la política militar y diplomática veneciana: la república marítima tenía que asegurarse a cualquier precio libertad de acción en el Adriático y para ello tenía indefectiblemente que tratar de impedir el establecimiento de una potencia en las dos riberas del mar Adriático. En consecuencia, Roberto Guiscardo era, para Venecia en aquel momento, el enemigo y Bizancio el aliado natural. Por su parte, para Bizancio era particularmente importante el apoyo de la república caracterizada por su capacidad naval puesto que la flota bizantina había decaído aún más que el ejército y el Imperio estaba completamente indefenso en el mar.

Venecia, de hecho, ocasionó una grave derrota a la armada normanda, y así se rompió por el lado del mar el bloqueo impuesto a la ciudad de Dirraquio. En tierra, sin embargo, el sitio se mantuvo y una victoria de Roberto Guiscardo sobre el ejército imperial (en el mes de octubre de 1081) hizo que la ciudad cayera en sus manos. Así, pues, Guiscardo había logrado abrir la puerta hacia Bizancio, y tras ello las hueste normandas penetraron profundamente en el territorio del Imperio atravesando Epiro, Macedonia y Tesalia y poniendo sitio a Larissa. Roberto Guiscardo, sin embargo, tuvo que abandonar el escenario de batalla ya en la primavera de 1082, y traspasar el mando a su hijo Bohemundo, a causa de un levantamiento promovido por los partidarios del Imperio en la Italia del Sur. La resistencia bizantina fue ganando fuerza paulatinamente y con el ejército imperial presionándoles los normandos emprendieron la retirada. Entretanto los aliados venecianos recuperaron Dirraquio. Roberto Guiscardo, por su parte, logró sofocar la rebelión y reanudar la lucha contra Bizancio, pero a principios de 1085 murió víctima de una epidemia. Los disturbios que después de su muerte estallaron en la Italia del Sur liberaron a Bizancio por largo tiempo del peligro normando.

Venecia se hizo pagar un precio muy alto por la ayuda prestada. Mediante un tratado firmado en mayo de 1082, el Dogo de Venecia recibió para sí y sus sucesores el título de Protosebastos, dotado con la correspondiente pensión anual, y el Patriarca de Grado la dignidad de Hypertinios; la iglesia de Venecia, por su parte, recibiría una ofrenda anual de 20 libras de oro. Pero, por encima de todo, la república marítima recibía extraordinarias ventajas para su comercio. Los venecianos de ahora en adelante podían comerciar libremente con todo tipo de mercancías en cualquier región del Imperio Bizantino, incluyendo la misma Constantinopla, sin tener que pagar tributo alguno; esto suponía una fortísima ventaja frente a los comerciantes bizantinos. Además se les concedió varias tiendas en Constantinopla y tres embarcaderos para la travesía a Gálata. Con ello se había colocado la piedra angular del poderío colonial de Venecia en Oriente y al mismo tiempo se había abierto una profunda brecha en el sistema comercial del Estado bizantino. El que Venecia siguiera reconociendo la superioridad del emperador bizantino no cambiaba esto en nada. Ya no se podría desvincular a la república italiana como factor político en la evolución de Bizancio.

En la guerra bizantino-normanda jugaron un papel especial los vecinos países eslavos a quienes afectaba vitalmente la lucha de las grandes potencias por la hegemonía en los Balcanes. Tanto Dubrovnik como las otras ciudades de Dalmacia y probablemente la propia Croacia se pasaron al bando normando. El rey Constantino Bodin de Zeta, después de dudar bastante tiempo, se puso del lado del emperador. Durante la batalla decisiva de Dirraquio, sin embargo, se mantuvo apartado con sus tropas, contribuyendo de esta manera a la derrota de los bizantinos. Además aprovechó las subsiguientes hostilidades entre el Imperio Bizantino y los normandos, así como las que aquél mantuvo con los pechenegos para extender sus dominios hasta Rascia y Bosnia. Desde Rascia empezó a atacar el territorio bizantino; de esta forma se había preparado el traspaso del centro de gravedad de Zeta a Rascia.

Apenas eliminado el peligro normando, el emperador bizantino tuvo que marchar a la guerra contra los pechenegos. La amenaza pechenega, que en los pasados decenios había pendido sobre el Imperio cual espada de Dámocles, sufrió ahora un recrudecimiento debido al apoyo que los bogomilos prestaban en el este de la Península Balcánica al avance de los pechenegos. La crisis alcanzó su cénit cuando en el año 1090, después de largos combates con variada suerte, los pechenegos llegaron hasta las murallas de la capital bizantina. No suficiente con esto, Constantinopla fue atacada al mismo tiempo por mar. Tzachas, emir de Esmirna, uno de los que se habían repartido la herencia de Solimán (+ 1085), se alió con los pechenegos y avanzó con su flota contra Constantinopla. Tzachas había estado prisionero hacía tiempo en la corte de Nicéforo Botaniates, estaba bien familiarizado con los métodos bizantinos de guerra y consideraba acertadamente que el golpe decisivo contra la ciudad imperial debía ser dado desde el mar. En 1090/91, Constantinopla, sitiada por tierra y por mar, vivió un invierno de miseria y angustia. Otra vez la salvación tan sólo podía venir desde el extranjero. Alejo echó mano del instrumento eficaz aunque no desprovisto de peligro que era la política bizantina frente a los bárbaros, solicitando la ayuda de los cumanos contra los pechenegos. Los cumanos, que seguían en las estepas del sur de Rusia los pasos de pechenegos y uzos, eran, al igual que éstos, pueblo de nómadas y eran también un pueblo turco, si no por su origen étnico, sí por su lengua. En las manos de los caudillos de este pueblo guerrero puso entonces el emperador Alejo el destino del Imperio. Los cumanos, tan ansiosamente esperados, pisaron territorio del Imperio en la primavera de 1091, y el 29 de abril, al pie de los montes Levounion, las fuerzas conjuntas bizantinas y cumanas derrotaron en una batalla increíblemente cruenta a los pechenegos que fueron masacrados. La enorme impresión que esta masacre produjo en los contemporáneos se refleja en la afirmación de Ana Comneno: «Un pueblo entero, que se contaba por miríadas, fue aniquilado en un solo día». Quedaba roto el cerco que había encerrado a Constantinopla. Tzachas, cuyos planes habían fracasado con la batalla de Levounion, sufrió una derrota y fue luego puesto fuera de combate por una nueva obra maestra de la diplomacia del emperador. De la misma forma que había movilizado a los cumanos contra los pechenegos, ahora supo enfrentar al emir de Nicea Abul Kasim—hijo político de Tzachas—con éste, aliándose primero con él y luego con su sucesor Kilij-Arslan, hijo de Solimán.

La liberación de Constantinopla hizo posible un ataque contra los serbios, y en especial contra el Zupán de Rascia, Vukan, que estaba conturbando la región con sus constantes incursiones. En 1094 el emperador tuvo, sin embargo, que interrumpir la campaña y contentarse con la aparente sumisión de Vukan, ya que sus aliados de antaño, los cumanos, habían irrumpido en el territorio del Imperio y habían llegado, saqueando, hasta las cercanías de Adrianópolis. A su cabeza marchaba un pretendiente al trono bizantino que se hacía pasar por Constantino Diógenes, hijo del emperador Romano IV, y reclamaba para sí el trono imperial. En éste radicaba al mismo tiempo un elemento particularmente peligroso y también el débil carácter de la empresa, ya que una vez atrapado el pretendiente por medio de un ardid, el ejército imperial pudo dispersar a los cumanos, ahora desprovistos de su jefe.

En la parte europea del Imperio se habían superado los peligros más graves. En el este la situación parecía estar igualmente aclarándose pues el desmembramiento del sultanato del Rum y las constantes luchas entre los emires parecían hacer factible la reconquista de Asia Menor. Pero en el justo momento en que Alejo I hubiera podido dedicarse a esta tarea, se produjo un acontecimiento que desbarató todos sus planes y enfrentó al Imperio a dificultades nuevas y complejas: se acercaban los cruzados. La idea de Cruzada daba una nueva forma de expresión a la aspiración del fortalecido Papado de irradiar su poder sobre el oriente cristiano. El llamamiento de Urbano II en el concilio de Clermont encontró un enorme eco debido al fervor religioso que se había apoderado de Occidente desde la reforma cluniacense; despertó la añoranza de la Tierra Santa, cuya atracción y cuyos problemas —desde la toma de Jerusalén por los selyúcidas en el año 1077— eran bien conocidos por la cristiandad occidental a través de las cada vez más frecuentes peregrinaciones; arrastró a los señores feudales con deseos de aventuras y ávidos de tierras, y también a las masas populares occidentales, agobiadas por la miseria económica y llenas de fervor religioso. La idea de una Cruzada en el sentido occidental le era, sin embargo, completamente ajena al Imperio Bizantino. Allí la lucha contra los infieles no era nada nuevo. Siendo una dura necesidad de Estado, hacía tiempo que había pasado a ser algo natural para los bizantinos, y la liberación de la Tierra Santa les parecía un deber de su Estado y no un asunto que concerniese a la cristiandad entera, puesto que era un antiguo territorio bizantino. Además, la época posterior a la separación de las Iglesias no parecía ni mucho menos presentar las condiciones idóneas necesarias para emprender acciones conjuntas con Occidente. De Occidente se esperaba recibir mercenarios y no cruzados.

El emperador bizantino había reclutado, en efecto, tal como lo había hecho en otras ocasiones, tropas auxiliares en Occidente en los años difíciles cuando amenazaba el peligro de los pechenegos y cumanos; por ejemplo, había enviado una carta  al conde Roberto de Flandes, que le había visitado a fines del año 1089 o principios del 1090 en el curso de una peregrinación; éste le había prestado pleito-homenaje y le había prometido enviar 500 caballeros flamencos. En el fondo, también perseguían el mismo fin sus peticiones de auxilio a Roma y las negociaciones de unión que mantenía con Urbano II El curso que tomaban ahora los acontecimientos no era ni deseado ni esperado. Vio acercarse a los cruzados en un momento en el que precisamente acababa de producirse una mejora decisiva en la situación de su Imperio y cuando él mismo podía ocuparse de iniciar la campaña en Asia. Los cruzados parecían usurpar su posición de protector de la Cristiandad de Oriente y el Imperio que él había liberado de los peligros más apremiantes a lo largo de quince años de lucha defensiva sumamente dificultosa, se había precipitado en un abismo de nuevas e incalculables dificultades. Aun cuando nadie podía sospechar entonces que la Guerra Santa de Occidente contra los infieles, con el paso del tiempo, se convertiría en una campaña de destrucción contra el Bizancio cismático, desde el principio se observó a los hermanos occidentales con la más profunda desconfianza. A menudo se creyó, ya entonces, que se estaba produciendo una nueva invasión enemiga, y el comportamiento de los cruzados parecía justificar esta sospecha.

El preludio fue la aparición del personaje conocido como el ermitaño Pedro de Amiens. A éste le seguía una turba de la más variada procedencia; ya al pasar por Hungría y los países balcánicos, las masas indisciplinadas y mal abastecidas se habían entregado a saqueos tan salvajes que en repetidas ocasiones hubo que hacerles frente con las armas. Ante Constantinopla, a la que llegaron el 1 de agosto de 1096, reanudaron sus saqueos, por lo que el emperador les hizo trasladar al otro lado del Bósforo. Pero en Asia Menor la turba, armada deficientemente, fue masacrada por los turcos. Tan sólo una pequeña parte logró huir a Constantinopla en los barcos que el emperador bizantino había puesto a su disposición.

A partir de fines del año 1096 también fueron llegando paulatinamente los grandes señores feudales con sus séquitos. En Constantinopla se fue reuniendo la flor y nata de los caballeros de Europa Occidental tales como el duque de Lorena, Godofredo de Bouillón; el conde Raimundo de Toulouse; Hugo de Vermandois—hermano del rey de Francia—; Roberto de Normandía—hermano del rey de Inglaterra e hijo de Guillermo el Conquistador—; el hijo del ya mencionado Roberto de Flandes que llevaba el mismo nombre, y el no menos importante príncipe normando Bohemundo, hijo de Roberto Guiscardo. Alejo I intentó dar a esta empresa una orientación aceptable para él y para su Estado, pues ésta había desbaratado sus planes y podía llegar a ser un peligro para el Imperio Bizantino. Con este fin exigió a los cruzados le prestasen, conforme a la usanza occidental, pleito-homenaje y le fuesen cedidas todas las ciudades reconquistadas que en otro tiempo hubiesen pertenecido al Imperio Bizantino. Por su parte, el emperador prometía apoyar a los cruzados proporcionándoles alimentos y pertrechos y les informaba que él mismo iba a tomar la cruz y a ponerse a la cabeza de todos los cruzados con la totalidad de su ejército. Con la excepción de Raimundo de Toulouse, todos los jefes del ejército cruzado terminaron por aceptar—y tras negociaciones largas y dificultosas, también Godofredo de Bouillón—las exigencias del emperador. Sobre esta base, a principios del 1097 se concertaron pactos individualmente con los distintos jefes, entre otros también con Bohemundo, quien no solamente estuvo dispuesto a dar todas las promesas exigidas, sino que también intentó influir en el sentido del emperador sobre Raimundo de Toulouse; además le ofreció sus servicios para el puesto de doméstico imperial de Oriente. Las tropas normandas, sin embargo, ya habían llegado mientras tanto a Asia Menor bajo el mando de su sobrino Tancredo, quien, de esta manera, se había librado de prestar el juramento. De hecho, para Bohemundo, la Cruzada suponía, en realidad, tan sólo una oportunidad para reanudar los planes de conquista de su padre.

El primer éxito importante de la Cruzada fue la toma de Nicea (en el mes de junio de 1097). Conforme a lo pactado, la ciudad fue entregada al emperador bizantino y ocupada por una guarnición bizantina. Alejo I se apresuró a explotar este éxito. Sus tropas ocuparon Esmirna, Efeso y Sardes, así como un conjunto de ciudades ubicadas en la antigua Lidia, de manera que quedaba restablecida la soberanía bizantina en la parte occidental de Asia Menor. Los cruzados que, tras la toma de Nicea, habían tenido una nueva entrevista con el emperador en Pelekanon y habían renovado los juramentos prestados, avanzaron, en compañía de un cuerpo del ejército bizantino, a lo largo del viejo camino real que pasaba por Dorilea, Ikonium, Cesárea y Germanicea, hasta Antioquía. Las buenas relaciones entre los cruzados y el emperador bizantino duraron hasta llegar ante Antioquía, a pesar de que Balduino—hermano de Godofredo de Bouillón—y Tancredo—sobrino de Bohemundo— se habían desviado hacia Cilicia y se disputaban la posesión de las ciudades cilicias que, conforme a lo pactado, debían ceder al emperador bizantino; el fin de la disputa se produjo cuando Balduino penetró a la región del norte de Mesopotamia fundando su propio principado con centro en Edesa. La toma de Antioquía (3 de junio de 1098), nuevo gran éxito de los cruzados, puso fin al acuerdo existente entre los cruzados y el emperador bizantino y profundizó las disensiones existentes entre los mismos cruzados. Estalló una agria disputa entre Raimundo de Toulouse y Bohemundo por la posesión de la capital siria. El astuto normando ganó la partida y se estableció como príncipe independiente en Antioquía. Todas las protestas del emperador fueron en vano; mientras Bohemundo se quedaba allí, los demás caballeros cruzados emprendieron el camino hacia Jerusalén sin esperar la llegada del emperador, a pesar de que éste les había enviado un mensajero por el que les informaba de que a cambio de la cesión de Antioquía—conforme a su anterior promesa— estaba dispuesto a seguir participando en la Cruzada; tampoco tuvo ningún efecto el que entonces también Raimundo de Toulouse se declarase a favor de la entrega de Antioquía a Bizancio. Hubo un acercamiento entre el frustrado conde de Toulouse y el emperador bizantino, y mientras los cruzados —que sí habían prestado juramento a Alejo—estaban fundando sus propios principados, Raimundo—que se había negado a hacerlo—después de haber conquistado varias ciudades de la costa siria, las entregó al emperador. Las buenas relaciones entre Raimundo y el emperador Alejo se estrecharon aún más después de la conquista de Jerusalén (15 de julio de 1099), debido a que Raimundo, que había sido el verdadero jefe de la Cruzada desde la toma de Antioquía, había sido, una vez más, postergado, mientras que en su lugar Godofredo de Bouillón se ponía a la cabeza del nuevo reino como «Protector del Santo Sepulcro».

Por el momento, Bizancio podía aceptar la constitución del reino de Jerusalén en la lejana Palestina, pero no así el establecimiento de Bohemundo en Antioquía. El principado normando en Siria afectaba directamente a los intereses vitales del Imperio Bizantino, sobre todo dado que Bohemundo ahora ya no disimulaba su enemistad hacia Bizancio y en el año 1099 abría las hostilidades. Tenía, sin embargo, que luchar al mismo tiempo también contra los turcos, para los que el principado normando en Antioquía era una espina en el ojo, y este hecho facilitó considerablemente la tarea del emperador bizantino. En 1101, Bohemundo cayó prisionero del emir de la casa de los Danishmendíes, Malik Ghazi, aunque los cruzados pagaron su rescate y pudo volver a Antioquía. Pero en 1104, los turcos infringieron a los latinos una aplastante derrota cerca de Harrán y las tropas imperiales lograron apoderarse después de las importantes plazas fortificadas de Tarso, Adana y Mamistra en Cilicia, mientras la armada bizantina tomaba Laodicea y las demás ciudades costeras hasta Trípoli.

Bohemundo tuvo que reconocer que la lucha simultánea contra turcos y bizantinos sobrepasaba sus fuerzas. Dejando a Tancredo en Antioquía, marchó a Occidente para preparar una gran campaña contra Bizancio. En su viaje proselitista por Italia y Francia, Bohemundo contribuyó más que cualquier otra persona a que surgiera la leyenda de la traición a los cruzados por parte del emperador bizantino. Tomó de nuevo el programa y también el plan de guerra de su padre desembarcando con un gran ejército cerca de Avlona en octubre de 1107 y marchando desde allí contra Dirraquio. Tal como había sucedido veinticinco años antes, normandos y bizantinos volvían a enfrentarse ante los muros de Dirraquio. Cuán diferente, sin embargo, era ahora la situación del emperador bizantino: la lucha terminó con una victoria bizantina y con la sumisión total de Bohemundo. En el tratado de 1108 prometió, arrepentido, guardar fidelidad al emperador y prestar en su calidad de vasallo ayuda contra todos los enemigos del Imperio, quedándole el principado de Antioquía como feudo imperial. En cambio, Tancredo, como era de esperar, se negó a aceptar el tratado, y después de la pronta muerte de Bohemundo, quedó como único señor de Antioquía, El intento del emperador bizantino de atacarle aliándose con los demás jefes cruzados no logró realizarse. Alejo I ya no se sentía entonces con ánimo para volver a luchar contra el rebelde principado normando y prefirió dedicar sus últimos años a combatir a los turcos en Asia Menor.

Así fue como el tratado de 1108 no tuvo, por el momento, ningún efecto inmediato aunque mantuvo su importancia como precedente para los reinados posteriores. Además, la victoria alcanzada en la costa oriental del Adriático sobre Bohemundo trajo consigo una valiosa consolidación de la posición bizantina en la Península Balcánica, donde la muerte de Constantino Bodin (después de 1101) fue seguida de una cierta distensión. La cohesión de los países serbios sufrió una debilitación aprovechada por el emperador bizantino, el cual incitó al separatismo de los diferentes jefes serbios y explotó la rivalidad entre Zeta y Rascia, colocando en el trono de Rascia su candidato y utilizándolo contra las ambiciones de Rascia. Como nuevo factor de poder en la Península Balcánica surgió, sin embargo, Hungría que, a principios del siglo XII sometía Croacia y Dalmacia. El nuevo peso que Hungría había adquirido en la política bizantina se refleja en el hecho de que el emperador Alejo casara a su hijo y heredero, Juan, con una princesa húngara. Fue inevitable, sin embargo, el estallido de una guerra entre ambos poderes por la hegemonía en la Península Balcánica y por la posición en el Adriático, y durante los decenios subsiguientes Hungría se convirtió en uno de los principales enemigos del Imperio Bizantino.

Alejo Comneno, después de combatir sin pausa durante casi cuatro decenios, había restablecido el poder del Imperio Bizantino en un grado considerable. En cada una de sus etapas esta lucha es testimonio de su magnitud como estadista y de la habilidad diplomática excepcional del Comneno. Supo aprovechar la rivalidad existente entre Venecia y Roberto Guiscardo, entre Tzachas y los emires rivales; venció a los pechenegos con la ayuda de los cumanos, se sirvió contra los turcos del apoyo de los cruzados, y de los turcos contra los Estados cruzados. Pero además de aprovechar hábilmente las fuerzas ajenas, supo emplear también sus propias fuerzas en un grado creciente. De guerra en guerra y de año en año se observa el crecimiento de las fuerzas armadas del Estado bizantino. No existía una armada bizantina durante la lucha contra Roberto Guiscardo, pero en la guerra contra Tzachas, y especialmente en la llevada a cabo contra Bohemundo, la flota bizantina intervino con éxito. Las derrotas sufridas durante la primera etapa fueron resarcidas por las campañas victoriosas contra cumanos y selyúcidas, y claramente se muestra el fortalecimiento de las tropas bizantinas si se comparan las dos ocasiones en las que se luchó en la costa oriental del Adriático contra los normandos. Alejo I no solamente extendió las fronteras del Imperio, sino que también fortaleció al Imperio en su interior y le devolvió su capacidad defensiva. No se debe olvidar, sin embargo, que el sistema de gobierno construido por él fue muy diferente del riguroso orden estatal del período medio del Imperio. Los fenómenos más graves del siglo XI, tales como el arrendamiento de los tributos, el otorgamiento de derechos de inmunidad a señores feudales eclesiásticos y laicos, la devaluación de la moneda, persistieron e incluso se acrecentaron. A ello se unió un actor nuevo: la penetración de las repúblicas marítimas italianas en el comercio bizantino. A partir de 1082, Venecia se volvió todopoderosa en aguas bizantinas, y, a través de un tratado celebrado en el mes de octubre de 111, Alejo I concedió también a Pisa importantes privilegios comerciales.

La modificación del sistema de títulos cortesanos que fue efectuada por Alejo I, y que igualmente está relacionada con la evolución de la época anterior es una clara expresión del debilitamiento del orden estatal burocrático de Bizancio. A causa de las generosas concesiones de títulos hechas durante la época de gobierno de la nobleza de funcionarios, los antiguos títulos habían perdido su valor y hubo que crear nuevas dignidades para personalidades de rango. Los títulos de patricio, protospatario y candidato a spatario que en el siglo X poseían funcionarios de importancia, ya no tenían mucho valor y a fines del siglo XI principios del siglo XII cayeron en desuso definitivamente. Tan sólo las tres dignidades más altas de la época bizantina media —césar, nobilíssimus y curopalates— sobrevivieron a esta curiosa inflación de títulos, pero también éstos perdieron algo de su valor original. Para su hermano Isaac, Alejo I creó el nuevo título de sebastocrátor (compuesto de sebastos y autocrator), al que se dio preferencia sobre el título de césar. Luego pudo sin problemas cumplir con la promesa dada al pretendiente al trono, Nicéforo Meliseno y otorgarle el título de césar, que ahora era una mera distinción honorífica, elevada, pero no la más alta. A medida que los viejos títulos de los funcionarios fueron desapareciendo, los funcionarios de cierta categoría recibieron títulos que anteriormente se consideraban distintivos del emperador o que quedaban reservados para los miembros jóvenes de la casa imperial; pues resultaba que la combinación de los diferentes títulos y predicados permitía cada vez más nuevas posibilidades de superlativos: sebastos, protosebastos, panhypersebastos; sebastohypertatos, pansebastohypertatos, protosebastohypertatos, entimohypertatos, panentimohypertatos, pro-topanhypertatos; nobilissimus, protonobilissimus, protonobilissimushypertatos, etc. Esta modificación del sistema de títulos mostraba de forma simbólica el profundo cambio que se había ido operando en el sistema estatal de Bizancio a partir del siglo XI: al mismo tiempo que el riguroso centralismo burocrático, muere igualmente el severo sistema jerárquico de la época bizantina media.

Asimismo, es un fenómeno típico de esta devaluación de títulos el hecho de que entre las tres denominaciones que tenían los gobernadores generales de los themas hacia fines del siglo X, tan sólo la más alta se conservara, de manera que durante la época de los Comnenos todos los gobernadores de los themas portaron el título de Dux, mientras que la expresión de catepanes se reservaba ahora para los cargos subordinados al Dux y la vieja y venerable denominación de estrategos había desaparecido casi por completo, ya en el siglo XI. Este cambio resulta particularmente característico por cuanto implicaba al mismo tiempo una disminución de la importancia y también de la dimensión de los diferentes themas. El título de Megas Dux fue distintivo, desde Alejo I hasta la caída del Imperio, del Gran Almirante, a cuyo mando estaba la flota de guerra. Los dos Domésticos de Oriente y Occidente, quienes desde la segunda mitad del siglo XI solían ser conocidos como Gran Doméstico. Como supervisor de todas las autoridades civiles apareció desde Alejo I el Gran Logoteta. A este cargo se le unió la función de primer ministro del Mesazon.

La decadencia del ejército y la apremiante necesidad financiera fueron los dos factores que caracterizaron a la situación interior del Imperio Bizantino desde mediados del siglo XI; ambos factores condicionaron igualmente en primer lugar la actividad en política interior de Alejo I. Durante su gobierno, la devaluación de la moneda, que se había iniciado aproximadamente a partir de mediados del siglo XI, siguió practicándose en el más alto grado, de forma que, junto a la antigua moneda de oro de valor completo, estaban circulando monedas nuevas de menor y, sobre todo, de diferentes valores, Como es comprensible, esto creó una gran confusión en la vida económica, aunque de ella provinieron ciertas ventajas para el fisco que pagaba con dinero de menor calidad y exigía el pago de los impuestos en la moneda de mejor calidad. Tal situación, sin embargo, no se podía mantener durante largo tiempo y pronto el Estado se vio obligado a aceptar monedas devaluadas. En primer lugar, el curso registró fluctuaciones extraordinarias, los cobradores de impuestos efectuaban la conversión según su libre albedrío y se enriquecieron de la forma más desvergonzada, hasta que el emperador ordenó que un nomisma equivalía a 4 milaresia, con lo cual se reconocía oficialmente que la moneda de oro bizantina mantenía solamente un tercio de su valor original. En Bizancio, sin embargo, se agregaban a los impuestos principales una serie de tributos adicionales que ascendían en su totalidad a aproximadamente el 23 por 100 de los principales. Si, entonces, para calcular el impuesto principal se partía de la premisa de que la moneda de oro había perdido dos tercios de su valor, los impuestos adicionales se calculaban inicialmente de acuerdo a la fórmula antigua; cuando los contribuyentes se quejaron, el emperador ordenó que se adoptase un camino intermedio y permitió la rebaja de los impuestos adicionales a la mitad. Esto significaba un aumento de los tributos adicionales en un 50 por 100, y en la práctica la ganancia del fisco se hacía aún mayor, puesto que las sumas adicionales se calculaban tan sólo a partir de determinado monto de los impuestos principales y, en cambio, debido a la pérdida de valor de la moneda de oro, los montos nominales de los impues­tos habían aumentado proporcionalmente y por ello se podía gravar con el impuesto adicional al contribuyente más pobre que anteriormente había quedado exento. De esta manera, el emperador supo sacar sutilmente bastante provecho de la devaluación monetaria.

La víctima fue el contribuyente, cuya situación se volvió cada vez más difícil. Mucho más pesada que la carga tributaria era la arbitrariedad de los funcionarios del fisco y de los arrendadores de impuestos: las quejas que se oyeron fueron debidas más que a los aumentos de los tributos a los abusos cometidos por sus cobradores. El arrendamiento de impuestos parecía, en los inicios del siglo XII, un procedimiento perfectamente normal y se adjudicaban a los arrendadores de impuestos provincias enteras. No se veía nada extraordinario en que estos arrendadores se comprometieran a cobrar el doble de impuestos. Por otra parte, además de los impuestos cobrados en moneda se recaudaban muchas prestaciones en especies y prestaciones «litúrgicas» que en esta época parecen haber sido particularmente onerosas. La población proveía los materiales y también la mano de obra en las construcciones de naves, fortalezas, puentes y carreteras. Además tenía la obligación de facilitar alojamiento y manutención a los funcionarios imperiales y a los soldados, debía prestar caballos y carruajes y suministrar gratuitamente o a precios bajos todo tipo de víveres a las tropas que pasaban. Esto significaba que el ejército era mantenido tan sólo en parte por el Estado, mientras que la otra parte recaía directamente sobre la población, y en aquel momento la parte que gravaba a ésta era particularmente elevada. El Estado se vio forzado a tomar estas medidas debido a que mientras que por un lado su fuerza financiera había decaído, por el otro se encontraba ante la urgente necesidad de establecer una nueva fuerza militar y de contratar también a un gran número de mercenarios. El ejército bizantino de esta época estaba, en efecto, compuesto por una mezcla pintoresca de varegos, rusos, pechenegos, cumanos, turcos, franceses, alemanes, ingleses, búlgaros, abasgos y alanos,

Junto a las tropas de mercenarios, el ejército indígena volvió a cobrar, sin embargo, una importancia creciente. Los pequeños propietarios, naturalmente, ya no podían ser el soporte del ejército, puesto que los antiguos minifundios de soldados habían sido víctimas del proceso de feudalización, y aunque los campesinos-soldados no hubiesen desaparecido por completo, tan sólo jugaban ahora un papel subordinado. El sistema militar bizantino se basó entonces en un sistema de vasallaje puramente feudal y la fuerza que realmente lo sostenía era la gran posesión territorial de los propietarios. El aprovechamiento del sistema de la pronoia con fines militares fue también, probablemente, la causa principal del fortalecimiento del Imperio Bizantino durante el gobierno de la noble­za militar representada por la dinastía Comneno. En efecto, las adjudicaciones de pronoia que se conocen de la época de los epígonos de la dinastía macedónica y de la casa de Jos Ducas aún no tenían nada que ver con los objetivos militares. Sin embargo, ya durante el reinado de Alejo I Comneno el sistema de pronoia adquirió el carácter militar que habría de conservar hasta la caída del Imperio. El beneficiario de la pronoia fue obligado a prestar servicio militar y, precisamente por esto, se le llamó generalmente guerrero (stratiota). Era un soldado de a caballo, y según el tamaño de su feudo (pronoia) estaba acompañado por un número mayor o menor de soldados. Además se obligó a los demás grandes propietarios—incluso a los eclesiásticos—a que proporcionaran, mediante reclutamiento forzoso, soldados, aunque éstos podían ser simples guerreros de a pie ligeramente armados

El feudo de pronoia no era la propiedad del pronoiario; tenía carácter de inalienable y al menos en su origen era intransferible por herencia. El poder estatal se reservaba el derecho de propiedad y el derecho ilimitado de uso sobre los terrenos de la pronoia, otorgando o quitando los feudos de pronoia a discreción. Pero todo el tiempo—generalmente hasta el fin de sus días—en que el pronoiario poseyera las tierras a él adjudicadas, y en la donación se incluía a los campesinos asentados en ellas, era su señor y amo todopoderoso. Los pronoiarios y los stratiotas de la época bizantina media pertenecían a dos mundos socialmente diferentes. Si los antiguos stratiotas constituían una milicia campesina, los pronoiarios, por su parte, si bien se llamaban igualmente stratiotas, provenían de la aristocracia feudal y sobre todo de la pequeña nobleza. Se trataba de señores feudales de mayor o menor importancia cuyas tierras eran cultivadas por campesinos dependientes. La adjudicación de pronoia significaba no solamente la transferencia de determinados bienes, sino también la adjudicación de los campesinos asentados en estas tierras; éstos se convertían sin más en paroikoi del pronoiario y tenían que rendirle sus tributos. En este derecho de percibir tributos y demás ingresos provenientes de las tierras radicaba la razón y el aliciente que la propiedad pronoiaria tenía para el beneficiario.

La gran importancia que adquirió a partir de esta época el sistema de pronoia debido a sus nuevos cometidos tuvo como consecuen­cia natural un aumento creciente de las adjudicaciones de bienes de pronoia. Con ello se aceleraba el proceso de feudalización en Bizancio, puesto que el sistema de pronoia era el fenómeno más des­tacado del feudalismo bizantino. El sistema de pronoia también se difundió extensamente en los países eslavos, donde jugó un papel importante en su proceso de feudalización.

Durante el reinado de Alejo I igualmente sufrió una transformación el sistema llamado de «charisticarios» (transferencia de monasterios y tierras de monasterios a administradores laicos). Esta práctica, que se difundió especialmente desde el siglo XI, tenía como objetivo la mejora de la economía de los monasterios, pero a menudo condujo a grandes abusos, por lo que una parte del clero se oponía a ella y en repetidas ocasiones fue condenada por los sínodos. El que, a pesar de eso, su práctica persistiese e incluso encontrase defensores en varios renombrados príncipes de la Iglesia, probablemente se debió al hecho de que ofrecía una válvula de escape para la economía monástica que se encontraba restringida por el principio de la inalienabilidad del patrimonio eclesiástico. Pero mientras que en épocas anteriores estas transferencias habían sido efectuadas por los dignatarios eclesiásticos, ahora era el emperador mismo quien otorgaba las tierras de la Iglesia como una especie de beneficio. Contrariamente a los feudos de los pronoiarios, las posesiones «charisticarias» no ejercían funciones de derecho público; por su parte, representaban para el Estado un medio barato de premiar a sus servidores. También puede ser que el emperador se dejara llevar por su deseo de limitar las propiedades de la Iglesia, que se habían expandido enormemente. Como quiera que fuere, no es sorprendente que la concesión de monasterios creara tensiones en los medios eclesiásticos.

Asimismo, Alejo I había chocado con una fuerte oposición en los medios eclesiásticos cuando se vio obligado a echar mano de los tesoros de la Iglesia durante las guerras contra normandos y pechenegos; bajo la presión de sus oponentes, no solamente tuvo que prometer la restitución de los tesoros sustraídos, sino que además, en 1082, tuvo que promulgar un edicto en el cual, desautorizando su propio proceder, prohibía para todo tiempo futuro la expropiación de bienes de la Iglesia. Esto no impidió, sin embargo, que pocos años más tarde, cuando se enfrentó a nuevas dificultades, volviese a recurrir a la confiscación de bienes eclesiásticos. A pesar de disturbios pasajeros de este tipo, hubo entre el poder laico y el eclesiástico una armonía y cooperación fundadas en la profunda comunidad de intereses existente. El emperador y la Iglesia lucharon hombro a hombro contra los movimientos heréticos que hicieron peligrar tanto la organización política como la eclesiástica, y aquí el emperador llevó la iniciativa. La doctrina bogomila que había surgido antaño bajo la influencia de herejías orientales en la parte eslava de los Balcanes, con el transcurso del tiempo llegó a alcanzar gran difusión, encontrando también entre la población bizantina y en la misma capital de Bizancio tantos adeptos que el emperador estimó que era una tarea importante para el bien del Estado intervenir contra la peligrosa herejía. El jefe bogomilo Basilio y sus discípulos, que permanecieron fieles a sus creencias, murieron en la hoguera.

Como defensor de la ortodoxia, el emperador tomó parte muy activa en el juicio seguido contra el «cónsul de los filósofos» Juan Italos, quien era, al igual que su gran antecesor Psellos, un ardiente admirador de Platón y de los neoplatónicos y se interesaba igualmente por Aristóteles. Con Juan Italos, la filosofía antigua, que desde los tiempos de Psellos había sido dominante en la más alta institución filosófica del Imperio, entró en conflicto con el dogma cristiano. Juan Italos —menos hábil que Psellos— no logró mantenerse dentro de los límites trazados por el dogma cristiano y tuvo que pagar su inclinación hacia «la absurda seudosabiduría de los paganos» con el destierro. Alejo I defendió tanto la intangibilidad de la fe como la pureza de la vida cristiana, dando su apoyo a los monasterios rigurosamente ascéticos del Monte Athos y fomentando en particular la actividad del monje Cristódulo, que había sobresalido como reformador de la vida monástica en la isla de Patmos. Patmos, y también las islas vecinas, le fueron concedidas a perpetuidad y, dotada con amplios derechos de inmunidad, llegó a ser una república monacal similar a la de Athos.

Del mismo modo que el Imperio, también la autoridad del emperador se consolidó durante el gobierno de Alejo Comneno. En sus estructuras, sin embargo, el Imperio de los Comnenos fue muy diferente a la rigurosa organización centralizada del Estado que existía en la época bizantina media. La época de los Comnenos trajo consigo una profundización del proceso de feudalización en el que las fuerzas feudales de las provincias —precisamente el poder más enérgicamente combatido por los emperadores del siglo X— se fueron convirtiendo en los verdaderos pilares del nuevo edificio del Estado. A los factores más poderosos desde el punto de vista social que se habían impuesto a pesar de la oposición del poder central de la época bizantina media, les dio Alejo I un lugar preminente y sobre ellos fundamentó el sistema estatal y militar. En ello radicaba el secreto de su éxito, pero a la vez también sus limitaciones. Bizancio se había apartado definitivamente de sus antiguas y sólidas bases; su fuerza militar y su poder económico y financiero ya no eran los de antes. Pero se debe tener en cuenta para poder comprender por qué la gloria de la época Comneno fue tan efímera y por qué el colapso del Estado bizantino se encuentra al final de esta época.

Otro factor que contribuyó a la profundización del proceso de feudalización fue el contacto con Occidente. El destino quiso que Bizancio entrara en contacto más estrecho con el mundo occidental después de haber sido disuelta la comunidad eclesiástica —y esto en aquellos tiempos significaba simplemente la comunidad espiritual. Odio y desdén fueron los sentimientos que bizantinos y occidentales sintieron los unos por los otros, y con los contactos más estrechos estos sentimientos se fueron profundizando. A pesar de ello, a partir de esta época comienza a manifestarse la influencia de Occidente sobre Bizancio de las más diversas formas, tanto en lo cultural como en lo político. La feudalización del Estado bizantino fue, ciertamente, consecuencia de la evolución interna de Bizancio. El hecho de que en el Cercano Oriente se hubieran constituido una serie de reinos latinos en los que reinaba el feudalismo en su forma más pura no podía, sin embargo, dejar de afectar a la evolución futura del Imperio. La relación en que entraron los príncipes cruza­dos con el emperador Alejo I fue calcada sobre el modelo occidental e introdujo en el mundo bizantino un nuevo principio. Pronto esta relación de vasallaje se aplicó igualmente a las relaciones con otros príncipes del área bizantina, llegando a convertirse en una parte sólidamente integrante del sistema de Estado en la época bizantina tardía.

2.

Nuevo despliegue de poder y primeros fracasos: Juan II y Manuel I

 

Uno de los resultados del fortalecimiento de la autoridad imperial fue la constitución de la nueva dinastía de los Comnenos. A pesar de la discordia que reinaba dentro de la familia imperial y de las tenaces disputas en torno a la sucesión al trono que envenenaron los últimos días y horas del emperador Alejo I, su sucesor en el trono fue su hijo mayor Juan. Alejo I, en un primer momento, recién llegado al poder supremo con el apoyo de los Ducas, había nombrado como su sucesor al joven Constantino Ducas, hijo de Miguel VII, a quien comprometió con su hija mayor Ana. Una vez nacido su primogénito Juan, sin embargo, transfirió a éste el derecho de sucederle en el trono (1092). Con ello se había dado el paso decisivo para la fundación de la dinastía Comneno, y cuando, poco después, moría el joven Constantino Ducas todas las dificultades parecieron superarse. Este arreglo, sin embargo, iba en contra del orgullo de la princesa Ana. Después de la muerte prematura de su prometido había sido casada con Nicéforo Bryennios (1097), y ahora deseaba para éste el trono imperial. El gran estadista y magnífico general que era Alejo siempre había caído fácilmente bajo la influencia de las mujeres. En principio estuvo fascinado por la emperatriz viuda María, que había sido la esposa de sus dos predecesores y era la madre del heredero Constantino Ducas. Alejo sintió verdadera pasión por esta bella e inteligente mujer y se mostró dispuesto a sacrificar por ella a su esposa, Irene Ducas. La intervención enérgica del patriarca Cosmas le salvó, sin embargo, de dar este mal paso político, al insistir en la coronación de Irene. Posteriormente, Ana Dalasena, madre del emperador, fue quien ganó una influencia decisiva y actuó como regente durante su ausencia de Cons-tantinopla mientras él luchaba contra Roberto Guiscardo. Finalmente, Irene, en un principio despreciada, llegó también a ejercer una gran influencia sobre Alejo. En la cuestión de la sucesión al trono tomó partido en contra de su hijo Juan y a favor de Ana, su hija preferida, y del esposo de ésta, el César Nicéforo Briennios. Madre e hija aunaron sus esfuerzos y acosaron al emperador para convencerle a fin de que transfiriera los derechos de sucesión a Briennios. Aun en su lecho de muerte, las dos mujeres le importunaron con sus ruegos y súplicas. Aunque le faltara la decisión para negarse rotundamente, Alejo procuró facilitarle la corona a su hijo y éste fue lo suficientemente hábil y enérgico como para hacer valer sus derechos. Sin embargo, a causa de las intrigas de su madre y hermana, la subida al trono del heredero legítimo tuvo la apariencia de un golpe de Estado. Ana, en un primer momento, no pudo resignarse a su suerte. Planeó un atentado contra su hermano y sólo cuando esta medida extrema fracasó abandonó la partida y buscó consuelo en los estudios eruditos. En su forzosa retirada en un monasterio escribió la historia de su padre, la Alexiada, que inmortalizara su nombre.

Según el juicio de sus contemporáneos y descendientes, Juan II (1118-1143) fue el más grande de los Comnenos. Fue un soberano en el que la inteligente prudencia se unía a una energía consecuente; era, además, un hombre recto, de carácter firme y de una nobleza de sentimientos que le hace sobresalir entre sus contemporáneos. Lleno de moderación, peto firme e inflexible en la ejecución de sus objetivos, prosiguió la política de su padre con perseverancia tenaz, nunca perdiendo de vista los límites de lo posible.

El primer plano lo ocupaba la pugna contra el principado normando de Antioquía, aunque también en Occidente surgían problemas de importancia que exigirían la mayor atención. Desde Antioquía, la trama se extendía hasta Sicilia y, por otra parte, el problema normando de Sicilia y también el serbio en los Balcanes colocaban al Imperio en contacto con otras potencias occidentales. En vano Juan II intentó romper los lazos que ataban al Imperio a Venecia y que estrangulaban el comercio bizantino. La república marítima no se dejó expulsar de la posición que el pacto de 1082 le había concedido; la flota veneciana atacó las islas bizantinas en el Mar Egeo y tras ello el emperador se vio forzado a confirmar plenamente los privilegios venecianos mediante un nuevo pacto (1126).

Juan logró, por otra parte, obtener éxitos importantes en los Balcanes. Después de la victoria sobre los pechenegos, obtenida por Alejo I con la ayuda de los cumanos, el Imperio había estado durante treinta años a salvo de sus invasiones y saqueos. Pero en 1122 una nueva horda de pechenegos cruzó el Danubio, saqueando v penetrando hasta Macedonia y Tracia. Esta, sin embargo, sería la última invasión pechenega que sufriría Bizancio. La aplastante derrota que Juan II (1122) les infringió liberó definitivamente al Imperio de esta plaga. Numerosos prisioneros fueron asentados en el territorio del Imperio y nuevas tropas de origen pechenego fueron incorporadas al ejército bizantino. En adelante los pechenegos ya no representaron un factor de poder en la política externa del Imperio Bizantino. En memoria de esta victoria, el emperador introdujo una singular «fiesta pechenega» que aún se seguiría celebrando a finales del siglo XII

Después de triunfar sobre los pechenegos, Juan emprendió la campaña contra los serbios, que eran un foco de constantes disturbios. Mientras que su padre había tenido que conformarse con éxitos parciales, Juan obtuvo una victoria decisiva sobre el zhupán de Rascia y pudo retirarse con un rico botín y muchos prisioneros que hizo asentar en Asia Menor. Los serbios tuvieron que reconocer los derechos de soberanía de Bizancio. Sus aspiraciones de independencia siguieron, sin embargo, manifestándose a través de frecuentes levantamientos que causaban bastantes problemas al Imperio, especialmente dado que eran apoyados por los húngaros. El fortalecimiento de Hungría como nuevo poder en los Balcanes y en el Adriático, así como también la estrecha unión de Serbia con Hungría, determinaron desde entonces y por varios decenios la evolución de la situación en los Balcanes. Los lazos familiares entre el emperador y la dinastía húngara le dieron un motivo para intervenir en los frecuentes conflictos que surgían por la sucesión al trono húngaro y para apoyar a los distintos pretendientes al mismo. Esta política, que permitió a Bizancio influir sobre la situación húngara, contribuyó, sin embargo, igualmente a la agudización de las tensiones húngaro-bizantinas. Esteban II (1114-1131), cuyo hermano cegado, Almos, había encontrado acogida en Constantinopla, inició alrededor de 1128 la guerra contra el Imperio. Los húngaros tomaron Belgrado y Branicevo y se introdujeron profundamente en territorio imperial, pero la superioridad del emperador bizantino les obligó, sin embargo, a retirarse y a firmar la paz.

Hacia 1130 Juan pudo por fin dedicarse a Oriente y reemprender la lucha que había iniciado en el momento de su ascensión al trono, pero que había debido interrumpir por las complicaciones surgidas en los Balcanes. El enemigo principal en Asia Menor no era en aquel entonces el sultanato de Iconium, debilitado por disturbios internos, sino el emirato danishmendí de Melitene. Tras su derrota en 1135, aún quedaba, sin embargo, otro problema por solucionar antes de que el emperador pudiese acometer su verdadero objetivo: el sometimiento de Antioquía. El camino hacia Siria estaba cerrado por el principado de la Pequeña Armenia de Cilicia, fundado por el príncipe armenio Rupén, quien alrededor del 1071 se había asentado al pie del Tauro. El príncipe León, descendiente de Rupén, desde 1129 --sostenido por los príncipes que fundaron los Estados cruzados— se había apoderado de las fortalezas más importantes de Cilicia y con ello había establecido una cuña entre el territorio bizantino de Asia Menor y el principado de Antioquía. La campaña de Juan II contra Cilicia en la primavera de 1137 se convirtió en una marcha triunfal: las fortalezas de Tarso, Adana y Mamistra cayeron rápidamente una tras otra; el príncipe de la Pequeña Armenia intentó ponerse a salvo huyendo, pero un año más tarde cayó en manos de los bizantinos y fue trasladado junto con sus dos hijos como prisionero a Constantinopla. La victoria sobre Cilicia abría el camino hacia Sitia, y ya en agosto de 1137 Juan II llegaba a los muros de Antioquía. La ciudad se rindió después de un breve asedio; su soberano Raimundo de Poitiers, yerno de Bohemundo II, juró fidelidad al emperador e izó la bandera del Imperio en la muralla de la ciudad. Un año más tarde, Juan regresaba a Siria y hacía su entrada solemne en la ciudad.

Mientras que el principado de Antioquía era dominado por las armas, Juan optaba por usar en el caso del reino normando de la Italia meridional medidas diplomáticas. Después de un período de decadencia, el reino normando se acercaba a una nueva etapa de apogeo. Roger II, quien había unido Sicilia y Apulia bajo su dominio, era coronado rey en Palermo en la Navidad del año 1130. El auge del poder normando en la Italia del Sur amenazaba tanto a Bizancio como a Alemania e hizo que los dos imperios se acercaran el uno al otro. Juan II hizo un pacto contra la nueva gran potencia normanda con Lotario y a su muerte con Conrado III. También Pisa se incorporó al frente antinormando y en 1136 Juan confirmaba los privilegios que su padre había concedido en aquel entonces a esta ciudad comercial. Con ello ganó el respaldo que necesitaba para llevar a cabo su activa política en Oriente, puesto que el problema de Antioquía aún no estaba definitivamente solucionado. La relación con los Estados Cruzados fue empeorando paulatinamente, y en 1142 el príncipe de Antioquía, apoyado por el clero latino, se desentendió de los acuerdos realizados. El emperador decidió llevar a cabo una nueva campaña contra Antioquía con la intención de que fuera el preludio de una empresa de mayor envergadura. Parece que su intención era la restauración del dominio bizantino también en Palestina. La muerte, sin embargo, puso fin a sus planes. Herido durante una cacería por una flecha envenenada, el emperador Juan II murió el 8 de abril de 1143. El auge del prestigio del Estado bizantino, el fortalecimiento de su poder militar y una amplia restauración del dominio bizantino en Oriente y en los Balcanes eran el resultado de su política enérgica y clarividente.

Los dos hijos mayores de Juan II, Alejo y Andrónico, ya habían muerto en 1142. Según la última voluntad del emperador, la corona pasó a su cuarto y más pequeño hijo, Manuel. Manuel I (1143- 1180) se reveló como un soberano brillante y polifacético. Era un general nato y un valiente guerrero que en ningún momento evitaba el peligro personal; sobresalió, sin embargo, por ser un diplomático ingenioso y un estadista de ideas grandes y audaces. Era un auténtico bizantino, impregnado por la idea de la universalidad del Imperio, y poseía la pasión bizantina por las discusiones teológicas. Al mismo tiempo, sin embargo, su misma forma de ser era la de un caballero a la manera occidental y con ello representaba a un nuevo tipo de soberano dentro de la historia bizantina. En él se puede reconocer cuán profundamente había sido influenciado el mundo bizantino por el contacto con los cruzados. Amaba las costumbres occidentales y las imitaba en su corte. También sus dos matrimonios con princesas occidentales contribuyeron a que la residencia imperial de Bizancio adquiriese un nuevo aspecto. En el Palacio de los Comnenos de Blaquerna reinaba una atmósfera de alegría y gozo de vivir. Ya no predominaba aquella atractiva majestuosidad oriental que anteriormente había rodeado a los emperadores bizantinos en el Gran Palacio del Cuerno de Oro, sino una elegancia sutil y caballeresca de corte occidental. Se organizaban torneos de caballeros —el emperador mismo tomaba parte en ellos—, lo que para los bizantinos era un espectáculo desacostumbrado y extraño. Extranjeros venidos de Occidente invadieron cada vez más la escena y fueron investidos con altos cargos dentro del Imperio con gran despecho entre los griegos.

Las inclinaciones personales de Manuel influyeron indudablemente sobre su política. Su fogoso temperamento le empujaba a correr riesgos que su padre había sabido evitar con inteligente prudencia. Erróneamente, sin embargo, suele establecerse una oposición básica entre la política orientada hacia Occidente de Manuel y la inclinación hacia Oriente de su padre. En aquella época era menos posible que nunca separar los problemas de Oriente de los de Occidente, y la evolución registrada bajo el mismo Juan II lo muestra con toda claridad. Manuel reanudó la política de su padre, igual que éste había reanudado la política de Alejo I. De igual manera que en el reinado de Juan, también en el de Manuel el antagonismo bizantino-normando ocupó en un momento inicial el primer plano; pero si Juan había afrontado el problema normando desde una perspectiva antioquena y Manuel, por su parte, lo hacía desde su faceta italiana, ello estuvo condicionado por los cambios acaecidos en la situación política y por el nuevo equilibrio de poderes. La orientación occidentalista de Manuel no fue un capricho personal, sino el destino que la misma evolución de Occidente le imponía. Se iniciaba la época de una política europea general cuyos hilos confluían en el área que rodeaba al Mar Mediterráneo. Bizancio, en su calidad de poder mediterráneo, no podía mantenerse al margen. El hecho de que tomase parte activa en esta política se debió a su posición de gran potencia mediterránea, y el que la fuente de sus pretensiones fuera la idea imperial se debía a su historia misma. Las aspiraciones universalistas de Manuel eran una antiquísima aspiración del Imperio Bizantino a la que tampoco Juan había sido extraño. Su programa ya había sido bosquejado en todos sus rasgos fundamentales por el comedido y prudente Juan. La voluntad política de ambos soberanos era idéntica. El fatídico error de Manuel estuvo, sin embargo, en su apresuramiento y en que pasó del deseo a la acción sin tener en cuenta la insuficiencia de los medios a su disposición.

Manuel intentó consolidar la alianza con Alemania iniciada por su padre. Conforme había quedado acordado durante el gobierno de Juan, el nuevo emperador se casó con la cuñada de Conrado III, Bertha de Sulzbach. Pero la acción conjunta de los dos soberanos contra el rey normando y, por tanto, el motivo principal de la alianza fue desbaratada por ¡a Segunda Cruzada, en la cual participaron no solamente el rey francés, sino también el rey alemán que se encontraba bajo la influencia de los fogosos sermones de Bernardo de Clairvaux. Al occidental Manuel, la Segunda Cruzada le resultó no menos inoportuna de lo que en su tiempo había sido la Primera para su abuelo. Un éxito de los cruzados supondría un fortalecimiento de los Estados latinos en Oriente y en especial del principado de Antioquía, antiguo enemigo del Imperio Bizantino. Como quiera que fuera, la partida de Conrado hacia Tierra Santa aisló al emperador bizantino en Occidente y las controversias con los cruzados le privaron definitivamente de su libertad para maniobrar frente al rey normando.

El paso de los cruzados por el territorio del Imperio estuvo acompañado por los acostumbrados excesos y tuvo un efecto sumamente negativo sobre la relación entre alemanes y bizantinos. Parece que ni siquiera tuvo lugar una reunión personal entre Manuel y su cuñado. La relación con el rey francés Luis VII, amigo de Roger II, adquirió tintes aún más desagradables. En los círculos que rodeaban al rey francés se jugó ya en aquel entonces con la idea de una toma de Constantinopla por el ejército cruzado. Al igual que en su tiempo Alejo, ahora también Manuel hizo todo lo posible por trasladar a los cruzados sin pérdida de tiempo a Asia Menor y, como Alejo, también Manuel exigió que los cruzados le prestasen el juramento de vasallaje y le cediesen los territorios a conquistar. Conrado III se decidió a pasar a Asia Menor impulsado no tanto por las enérgicas exigencias de Manuel, sino más bien a causa de la inminente llegada de los franceses. A su ejército, sin embargo, Asia Menor le depararía un triste destino: en el primer encuentro con las tropas del sultán de Ikonium sufrió una derrota aplastante. Tras largas y desagradables negociaciones, también Luis VII pasó a Asia Menor. Su ejército se unió a los restos de las fuerzas alemanas y, abandonando la idea de una campaña contra Ikonium, se dirigió hacia Attalia. La marcha a través del accidentado terreno, acompañada por actos de violencia contra las poblaciones del lugar, por querellas entre franceses y alemanes y por los choques entre latinos y griegos, agotaron definitivamente las fuerzas cruzadas. Conrado III, que había caído enfermo en el camino, abandonó al ejército cruzado en Efeso. También Luis VII y sus barones se embarcaron en Attalia para Siria, dejando perecer en la miseria a su gente.

Al único a quien esta poco gloriosa Cruzada había beneficiado era —además de los turcos— al rey normando Roger II. Mientras que Manuel tenía las manos atadas por las querellas con los cruzados en Oriente, éste lanzó en otoño de 1147 un ataque directo contra el Imperio Bizantino apoderándose de Corfú y ocupando Corinto y Tebas, las ciudades más ricas de la Grecia de entonces, que eran importantes centros de la industria bizantina de la seda. Ambas ciudades fueron saqueadas y los hábiles tejedores de seda bizantinos llevados a Palermo, donde encontraron ocupación en la naciente industria normanda de la seda. El fracaso de la Cruzada tuvo, sin embargo, el efecto de permitir un nuevo acercamiento entre Bizancio y Alemania. A su regreso de Asia Conrado III fue recibido con todos los honores en Constantinopla y se comprometió a emprender una campaña contra Roger II. También Venecia se unió a la coalición antinormanda y ayudó al emperador a reconquistar Corfú (1149). Las consecuencias de la desafortunada Cruzada siguieron, sin embargo, teniendo repercusiones beneficiosas para el rey normando y persistentes para el emperador bizantino y su aliado alemán. El plan de una campaña bizantino-alemana en Italia fracasó debido al eficaz contraataque diplomático de Roger II. Este se alió con el duque güelfo, a quien apoyó en su lucha contra el poder de los Staufen, lo que obligó a Conrado a regresar rápidamente a Alemania, donde de seguido le retuvieron las disputas internas. Al mismo tiempo Roger apoyó a los húngaros y serbios contra el emperador bizantino, por lo que Manuel, ya en el año 1149, tuvo que afrontar un levantamiento del zupán de Rascia; al poco tiempo se desencadenaba una guerra contra Hungría que marcaba el inicio de una larga serie de luchas bizantino-húngaras. Además, el rey francés Luis Vil era un aliado natural de Roger II y, lleno de resentimientos contra el emperador bizantino, estaba planeando una nueva Cruzada. Este plan encontró una buena acogida tanto en Bernardo de Clairvaux como en el Papa Eugenio III, quien intentó disuadir al rey alemán de la alianza con el Bizancio herético. De esta manera se formó bajo la dirección de Roger II una fuerte coalición antibizantina. El plan de la Cruzada, que esta vez no habría tenido otro sentido que el ataque franco-normando contra Bizancio, fracasó, sin embargo, por la oposición de la caballería francesa; además Conrado III se mantuvo fiel a su aliado. Los Estados europeos se encontraban divididos en dos grandes bloques: por un lado estaban Bizancio, Alemania y Venecia y del otro los normandos, los güelfos, Francia, Hungría y Serbia y en el trasfondo también el Papado. Empezaba a configurarse un sistema de Estados europeos con extensas ramificaciones que con el paso del tiempo experimentaría, sin embargo, fuertes reagrupaciones y en cuyo círculo ingresarían también otras potencias. La rivalidad existente entre Bizancio y Hungría se haría sentir incluso en la lejana Rusia: ambas potencias intervinieron en las rivalidades existentes entre los príncipes rusos, y mientras que Hungría, por su parte, se aliaba con Iziaslav de Kiev, Bizancio lo hacía con los príncipes Jurij Dolgoruki de Susdal y Vladimirko de Galic. De otra parte, Manuel extendió sus contactos hasta Inglaterra y durante los años setenta sostuvo activas relaciones con el rey Enrique 1185.

Conrado III, una vez dominados los güelfos, procedió a preparar su campaña italiana. Pero precisamente cuando se iba a iniciar por fin la guerra bizantino-alemana contra los normandos moría el emperador (1152). A pesar de repetidas negociaciones, Manuel nunca llegó a un verdadero entendimiento con su sucesor Federico I Barbarroja. AI igual que para Manuel, la idea imperial fue para Federico el fundamento de todos sus objetivos políticos. El hecho de que en Occidente se empezase a conocer el derecho romano de Justiniano consolidó también en aquella zona la conciencia de que el Imperio era universal. Federico se oponía a las pretensiones bizantinas sobre Italia y sentía recelo ante las aspiraciones universalistas de Manuel, al que consideraba solamente un rey griego. La alianza entre Alemania y Bizancio se convirtió en rivalidad entre los dos Imperios. Ambos reclamaban para sí con exclusividad tanto la idea imperial como el ser depositarios de la herencia romana. En ambos campos se manifestó, en lugar de una acción conjunta antinormanda, la intención de adelantarse al otro «aliado» en Italia.

Manuel había logrado, temporalmente, restablecer la tranquilidad en los Balcanes; también había cesado la guerra con Hungría, mientras que en el trono de Kiev estaba instalado Jurij Dolgorukij, aliado de Bizancio. Además, el enemigo de los bizantinos, Roger II, había muerto en 1154. Ahora era preciso iniciar la ofensiva en Italia, ya fuera con el emperador alemán o sin él, y si era necesario también contra él. En 1155 Manuel envió una flota a Ancona y desde allí se fue preparando la gran empresa. Los mandatarios del emperador bizantino lograron, con ayuda de vasallos normandos rebeldes, someter en un espacio de tiempo muy corto y con pocas tropas las ciudades más importantes de Apulia; con ello Bizancio volvía a tomar píe en el territorio italiano y toda la región comprendida entre Ancona y Tarento reconocía la soberanía del emperador bizantino.

El éxito alcanzado superó las expectativas más optimistas y dio nuevos rumbos a la política de Manuel. La restauración del Imperio Romano, objetivo final y supremo del Imperio Bizantino, parecía hacerse posible. Ya Juan II había escrito (1141) al Papa Inocencio III que había dos espadas; él quería mantener la espada terrenal, mientras que la espiritual deseaba que la tomara el Papa para de esta forma restaurar la unidad de la Iglesia cristiana y fundar el dominio universal del único Imperio Romano. Ahora debía de llevarse este programa a la práctica. Se trataba de hacer realidad los antiguos e imborrables anhelos del bizantinismo y de restaurar, con la ayuda del Papa y a cambio de la unión de las Iglesias, el Imperio Universal de Justiniano y de Constantino.

Pero si bien es cierto que la obra restauradora de Justiniano no había sobrevivido mucho tiempo, el intento de restauración emprendido por Manuel fracasó apenas se dio el primer paso. La desproporción entre las metas que se fijó el emperador y las posibilidades reales de las cuales disponía era aún mucho mayor en este momento que en la época de Justiniano. Y mucho más fuerte era la resistencia que ofrecía el mundo circundante. La complicada constelación de Estados europeos que se había formado no permitía la fundación de un Imperio universal. Todas las potencias interesadas en Italia se aliaron contra el emperador bizantino. El desembarco en Ancona y el éxito inicial de la ofensiva bizantina convirtieron no sólo a Federico en un enemigo abierto del emperador bizantino. Venecia, antiguo aliado del Imperio contra los normandos y los húngaros, también se sintió amenazada por el establecimiento bizantino en Italia y se separó del emperador bizantino. El rey normando Guillermo I preparó rápidamente un contraataque: en 1156 infringió a los bizantinos una grave derrota cerca de Brindisi y muy pronto todo el territorio reconquistado cayó nuevamente en sus manos. Así quedó demostrada la debilidad innata de las posiciones bizantinas en Italia, basadas más en dinero y diplomacia que en la fuerza de las armas. Manuel ya no consideró a los normandos, sino a Federico Barbarroja, como su enemigo principal, y, con la mediación del Papa, firmaba en el año 1158 un tratado de paz con Guillermo. La noción del dominio universal continuaba obsesionándole y determinando su política. En la práctica, sin embargo, la firma de la paz con los nor­mandos y la evacuación de las tropas bizantinas de Italia significaron el final del sueño bizantino de dominar el mundo.

Cara a los debilitados Estados latinos de Oriente, Manuel, siguiendo la política de su padre, logró, en cambio, obtener éxitos considerables. Toros, príncipe armenio que se había establecido en Cilicia y aliado con Rainaldo de Antioquía, fue sometido en 1158 y el emperador «lo hizo registrar entre los siervos de los Romanos». Aún mayor importancia tuvo el sometimiento definitivo del principado de Antioquía. Su soberano tuvo que reconocer la soberanía del Imperio Bizantino, comprometiéndose a proporcionarle tro­pas auxiliares. Además, el emperador se reservó el derecho de nombrar al patriarca de Antioquía. En señal de sometimiento, Rainaldo se presentó en el campamento imperial con la cabeza descubierta, descalzo, los brazos desnudos hasta los codos, con una soga al cuello y llevando su espada en la mano izquierda. También el rey Balduino III de Jerusalén hizo una visita al emperador y se encomendó a su protección. Conforme relata un contemporáneo bizantino, «llegó presuroso de Jerusalén para visitarnos, abrumado por la gloria y las hazañas del emperador, y reconoció la soberanía de éste». La posición predominante del emperador bizantino en el Oriente Latino se manifestó de manera expresiva cuando Manuel hizo su entrada solemne en Antioquía en 1159. El emperador montaba su caballo y estaba ataviado con todas las insignias imperiales; le seguía a gran distancia el rey de Jerusalén, quien se encontraba a caballo, pero no portaba insignia alguna; por su parte, el príncipe de Antioquía caminaba a pie junto al caballo del emperador y «tuvo que ocuparse de los estribos de la silla del emperador». El desfile fue un espectáculo singular que ilustraba expresivamente la jerarquía de los poderes La catástrofe que sobrevino a Manuel hacia el final de su gobierno en la guerra contra los turcos no debería impedirnos dar su justo valor a los grandes éxitos que tuvo su política en el Oriente Latino. Los difíciles problemas que Bizancio tuvo que afrontar por la fundación de los Estados cruzados, los problemas que Alejo I y Juan II habían afrontado durante decenios, parecían solucionados y la hegemonía bizantina parecía estar establecida. El emperador bi­zantino dominaba todo el Oriente y los Estados latinos acosados por los turcos veían en él a su protector.

Manuel siguió también frente a Hungría el camino que su padre había trazado, sirviéndose de los mismos métodos al intervenir, conforme lo había hecho Juan, en las querellas por la sucesión al trono húngaro. Tan sólo sucedió que su política fue también en este campo mucho más agresiva y sus metas mucho más altas; como resultado de ella el emperador creía poder entrever el sometimiento del país y su anexión al Imperio Bizantino. La muerte de Geza II, ocurrida en 1161, le dio la oportunidad para inmiscuirse nuevamente en los asuntos húngaros. Manuel apoyó a Esteban IV y Ladislao en su pugna contra su hermano Esteban III, hijo y sucesor de Geza, proporcionándoles dinero y armas. A causa de ello se desencadenó una larga lucha con resultados desiguales. Manuel logró ganar un número considerable de partidarios en Hungría, particularmente entre una parte del clero húngaro. El partido contrario intentó ganarse el apoyo del emperador alemán y obtuvo la ayuda del rey bohemio Vladislav I. El rey de Bohemia, sin embargo, desde la época de la Segunda Cruzada, en la cual participó al lado de Conrado, era considerado vasallo del emperador bizantino. Se dejó convencer a aceptar un cese de las hostilidades e incluso actuó como mediador entre Esteban III y el emperador Manuel. En 1164 se llegó a firmar un tratado de paz que prometía ser muy ventajoso para el emperador bizantino: como sucesor al trono húngaro fue reconocido Bela, hermano de Esteban III, al que se entregaba como feudo el territorio de Croacia y Dalmacia y al que se envió a l. Fueron precisas, sin embargo, nuevas luchas para poder extraer ventajas del tratado. El conflicto bélico estuvo precedido por grandes preparativos militares y diplomáticos. Un enviado especial del emperador llegó incluso a viajar hasta Rusia para asegurarse el apoyo de los príncipes de Kiev y de Galic. El éxito obtenido se halló a la altura de los esfuerzos desplegados: Dalmacia, Croacia y Bosnia, así como la región de Sirmium, pasaron a formar parte del Imperio Bizantino (1167).

La decisión de Manuel de casar al príncipe heredero húngaro Bela —quien en Constantinopla había recibido el nombre de Alejo— con su hija y de convertirlo en su sucesor para, de esta forma, unir Hungría con el Imperio demuestra la importancia atribuida al problema húngaro. Como presunto sucesor, Bela-Alejo obtuvo el título de Déspota; este título, hasta entonces reservado exclusivamente para el emperador mismo, adquirió a partir de este momento un significado especial, ocupando en la jerarquía de títulos el puesto inmediatamente posterior al de Basileus y precediendo a los títulos de Sebastocrátor y César El nacimiento de un hijo indujo luego al emperador a abandonar este plan que había provocado mucho disgusto en Constantinopla. Logró, sin embargo, instalar en el trono húngaro, una vez muerto Esteban III, a su favorito Bela-Alejo, asegurándose de esta manera la posibilidad de ejercer su influencia en Hungría.

Paralelamente a las guerras con Hungría hubo luchas con los serbios. En su pugna independentista contra el dominio bizantino, los serbios encontraron apoyo en Hungría. En Rascia las insurrecciones se sucedían una tras otra. Si bien es cierto que Manuel logró siempre sofocarlas, no pudo, sin embargo, ponerles fin a pesar de los constantes relevos de los zupanes que se habían vuelto desleales. En el año 1166 Esteban Nemanja fue nombrado Gran Zupán de Rascia. También éste, sin embargo, se alzó pronto en rebelión contra el emperador bizantino e infringió una grave derrota a sus tropas. Como quiera que sea, los éxitos de Manuel en Hungría provocaron también aquí un cambio en la situación, ya que arrebataron el apoyo húngaro a los serbios. La alianza con Venecia se mostró poco efectiva, y cuando el emperador entró en Serbia en 1172 al frente de un fuerte ejército, Nemanja abandonó una resistencia convertida en inútil. Tuvo que demostrar su sometimiento de la misma manera teatral que en su momento tuvo que mostrar Rainaldo de Antioquía, y luego se vio obligado a participar en calidad de rebelde vencido en la entrada triunfal realizada por el emperador en Constantinopla. Los retores cortesanos celebraron el sometimiento del inquieto territorio eslavo con encendidos discursos y se pintaron murales en el palacio imperial que glorificaban igualmente la victoria del emperador bizantino sobre el Gran Zupán serbio rebelde. Este, antecesor de la gloriosa dinastía de los Nemánjidas y posteriormente fundador de la independencia de Serbia como Estado, se abstuvo por el momento, dado su aislamiento, de cualquier hostilidad contra el Imperio, permaneciendo fiel vasallo del emperador Manuel hasta la muerte de éste.

Tal como el ataque bizantino a Ancona había supuesto el fin de la alianza con Venecia frente a los normandos, también la anexión de Dalmacia conllevó la disolución de la comunidad de intereses veneciano-bizantinos frente a Hungría. Por otro lado, la posición especial de la cual gozaban los comerciantes venecianos en el Imperio significaba una carga insoportable para el comercio bizantino. Manuel intentó consolidar las relaciones con las otras ciudades de la costa italiana, firmando en 1169 un tratado con Génova y en 1170 otro con Pisa. En consecuencia, las relaciones con Venecia se fueron deteriorando más y más hasta que en el año 1171 sobrevino la crisis. En un solo día, el 12 de marzo —y esto demostró cuán minuciosamente se había preparado esta medida y cuán eficiente era el aparato estatal de Bizancio—, todos los venecianos que se encontraban en el territorio nacional fueron detenidos y sus bienes, barcos y mercancías confiscados. El contraataque veneciano no se hizo esperar mucho. Una poderosa flota atacó la costa bizantina y saqueó las islas de Quíos y Lesbos. A consecuencia de ello se entablaron largas negociaciones que, al parecer, no tuvieron éxito, ya que las relaciones entre Bizancio y Venecia quedaron interrumpidas durante todo un decenio.

A pesar de los brillantes éxitos obtenidos en el Oriente latino y en Hungría, el aislamiento del Imperio Bizantino se manifestaba cada vez con mayor claridad, y hacia fines de los años setenta la posición de Manuel empezó a debilitarse en todos los frentes. Las esperanzas puestas en una acción conjunta con Roma se revelaron como vanas: para lograr una unión de las dos Iglesias se carecía en ambos lados de las condiciones previas indispensables y era el partido del clero el que en todas partes —Venecia, Dalmacia, Hungría— se oponía al emperador. En Occidente el recelo contra los griegos cismáticos era inextinguible y, paralelamente, en Bizancio la aversión contra los latinos era invencible. Nicetas Choniates traduce el sentir general de los bizantinos cuando dice; «Los malditos latinos codician nuestros bienes y quisieran aniquilar nuestra raza... Entre nosotros y ellos hay un abismo de odio, no nos podemos unir con ellos, y en todo discrepamos completamente». Inagotable en la búsqueda de nuevas posibilidades, Manuel apoyó la alianza de las ciudades lombardas en su lucha contra Federico Barbarroja con ricos subsidios. Pero también esta arma le fue quitada de la mano al celebrarse el tratado de Venecia (1177) que ponía fin a la guerra contra la Liga Lombarda y que condujo a la reconciliación del Papa con el emperador Federico I. Después de terminado el cisma occidental, que Manuel había sabido aprovechar con gran habilidad, se desvanecieron las últimas condiciones que favorecían una alianza entre el Papa y Bizancio.

Igual que Manuel, quien en cada enemigo de Barbarroja veía un amigo, así también Federico I buscaba el contacto con los enemigos del emperador de Bizancio. Desde 1173 mantenía relaciones con el sultán Kilij Arslán de Ikonium. La posición predominante que Manuel se había ganado en el Oriente latino también le aseguraba a Bizancio por largo tiempo una posición fuerte frente al sultanato de Ikonium, Aprovechando hábilmente los antagonismos existentes entre los potentados selyúcidas y logrando ciertos éxitos militares en Asia Menor, el emperador supo consolidar su supremacía. En el año 1162 el sultán Kilij Arslán había pasado tres meses en Constantinopla y mediante un pacto se había comprometido a prestar ayuda militar y a ceder a Bizancio varias ciudades. Estas promesas no fueron, sin embargo, cumplidas, y mientras Manuel estaba ocupado en Hungría y en Occidente, Kilij Arslán logró consolidar su poder en Asia Menor. El apoyo del emperador alemán alentó su resistencia, y en el año 1175 se produjo la ruptura entre Bizancio e Ikonium. El año siguiente vio al emperador bizantino reunir un ejército enorme y marchar contra Ikonium. Pero en los pasos montañosos Myrio Kephalon, en Frigia, le sobrevino el 17 de septiembre de 1176 una terrible catástrofe: el ejército bizantino fue rodeado por los turcos y masacrado. El mismo Manuel comparó esta catástrofe con la derrota que Bizancio había sufrido hacía ciento cinco años en Mantzikert.

El fracaso fue tanto más doloroso por cuanto coincidía con los reveses sufridos por la política imperial en Occidente. El prestigio del Imperio Bizantino se encontraba gravemente dañado. Una carta dirigida por Federico I a Manuel muestra cuán grave fue esta pérdida de prestigio, ya que en ella Federico, en su calidad de emperador, exigía que el emperador bizantino, como rey griego, le tributase la sumisión debida. Era un secreto a voces que la política de Manuel había prácticamente fracasado. El sinnúmero de problemas en los que se había dejado comprometer y que había acometido alegremente haciendo alarde de un gran espíritu de acción llegaron, finalmente, a abrumarle. Es cierto que logró obtener triunfos sobre los Estados latinos en Oriente, que en Hungría había logrado éxitos brillantes y que incluso había llegado a ocupar temporalmente un extenso territorio en Italia; a largo plazo, sin embargo, no le era posible defender sus posiciones en todas estas regiones y al mismo tiempo practicar una política ya no activa, sino decididamente agresiva en todo el ámbito de Europa y Asia Menor. En todos los frentes sufría ahora duros reveses. Su posición de fuerza en Oriente estaba socavada, había sido expulsado definitivamente de Italia y se encontraba agotado y en un completo aislamiento frente a la coalición enemiga de las potencias occidentales.

Las consecuencias internas de los desmesurados esfuerzos realizados fueron aún más graves que las sufridas en la política exterior. Los sacrificios que las grandiosas empresas y constantes guerras exigían eran muy superiores a las fuerzas y a los recursos de que el Imperio Bizantino de aquel entonces disponía. Desde el punto de vista económico y militar, el Imperio se encontraba completamente exhausto. Ciertamente, Juan II había tenido el intento de restablecer sobre una base nueva las antiguas posesiones de campesinos soldados, que habían sido los principales pilares del poderío militar en el antiguo Imperio Bizantino. Después de vencer a los pechenegos hizo asentar dentro del territorio del Imperio a los prisioneros, incorporándoles a la casta militar y, a su vez, después de la victoria sobre Serbia, también los prisioneros serbios fueron asentados en la región de Nicomedia: unos como stratiotas, otros como contribuyentes. Manuel siguió este ejemplo haciendo asentar guerreros serbios dentro del territorio del Imperio —cerca de Sárdica. También conforme al tratado de paz celebrado con el rey húngaro Geza II, mantuvo diez mil prisioneros húngaros, sin duda alguna para convertirlos igualmente en stratiotas bizantinos La creación de nuevos bienes militares y la inmigración de nuevos campesinos-soldados —aunque foráneos— significó un regreso a la fuerte organización militar de la época medieval de Bizancio. Pero esta inmigración no era suficiente para satisfacer las acrecentadas necesidades militares de la época. La cesión de territorios en pronoia, que comprometía al beneficiario a prestar servicio militar, también aumentó grandemente durante el gobierno de Manuel. A menudo se dieron tierras en pronoia también a occidentales y se les adjudicaron campesinos bizantinos como parceros.

El gobierno de la nobleza militar fomentó y favoreció la gran propiedad, en especial laica. Mediante un chrysóbulo de marzo de 1158, Manuel prohibió a los monasterios de Constantinopla y de la vasta región circundante cualquier aumento de sus posesiones territoriales. Al mismo tiempo decretó que las propiedades otorgadas tan sólo podían ser vendidas a personas de rango senatorial y a representantes de la clase de los stratiotas, es decir, a los pronoiarios. Esta significativa disposición fue repetida en un decreto posterior. Esto no implica, sin embargo, que sintiera animosidad contra los monasterios. El patrimonio monacal existente no solamente fue garantizado solemnemente, sino que también fue dotado de los más amplios privilegios y de derechos de inmunidad. Pero en la rivalidad entre la propiedad eclesiástica y la propiedad laica apoyó a esta última, favoreciendo de manera inequívoca los feudos de los magnates laicos y las tierras gravadas con el servicio de los pronoiarios —posiblemente en primer lugar estas últimas.

Como ya era costumbre, en el ejército bizantino, además de los pronoiarios, había un alto número de mercenarios y la población civil se vio obligada a contribuir en mayor grado a la manutención de las tropas con algunos abastecimientos forzosos y prestaciones personales. Dada la insuficiencia de los recursos del Estado, se permitió a las tropas usar su propia discreción y abastecerse de todo lo necesario a costa de la población. «Los habitantes de las provincias sufrieron los perjuicios más graves debido a la insaciable codicia de los soldados, los cuales no sólo les quitaban el dinero, sino también les arrebataban la última camisa del cuerpo».

Los militares constituyeron la clase dominante dentro del Estado y se hicieron alimentar por el resto de la población. La situación había sufrido un cambio radical en comparación con la época pre-Comneno. En aquel entonces —es decir, en la época del gobierno de la nobleza civil durante la dinastía Ducas— la gente rehuía el servicio militar: «Los soldados pusieron de lado sus armas, convirtiéndose en abogados y juristas». Ahora todos aspiraban a entrar en el ejército: «Todo el mundo quería ser soldado: unos pusieron de lado su aguja porque, a pesar de hacer grandes esfuerzos, solamente les procuraba el sustento mínimo; otros dejaron presurosos a los reclutadores, a los que obsequiaban con un corcel persa o algunas monedas de oro a cambio de que se les enrolara sin mayores formalidades». En aquel entonces el servicio militar era la única profesión lucrativa.

El ejército engulló las fuerzas del Imperio. La población civil cayó en la miseria a causa de los desorbitados tributos que tenía que pagar. Aumentaron las imposiciones fiscales y los ya conocidos abusos de los recaudadores (entre los que, para mayor disgusto de los contribuyentes, ahora también figuraban extranjeros) colmaron la miseria de la población. En las ciudades muchos habitantes vendieron su libertad para entrar al servicio de un gran señor y gozar de su protección, lo que en sí no era algo nuevo en Bizancio. Manuel se opuso a esta práctica y promulgó un decreto que devolvía la libertad a quienes habían nacido libres y luego se habían vendido como esclavos; parece incluso que el emperador los redimió con fondos del Estado, por lo menos en la capital. El hecho de que estratos crecientes de la población perdieran su libertad, convirtiéndose, si no en esclavos, por lo menos en siervos, era, sin embargo, consecuencia de todo el proceso de evolución: incremento de los feudos por un lado y depauperación y endeudamiento de las clases bajas por el otro. El proceso de feudalización, que marchaba de victoria en victoria, conducía, sin embargo, en última instancia al debilitamiento del organismo estatal de Bizancio y socavaba la capacidad de resistencia del país. Haciendo un supremo esfuerzo, Bizancio aún estaba en condiciones de ganar ocasionalmente algunas victorias en el exterior, pero carecía de la fuerza necesaria para soportar reveses y derrotas. A la época de pseudo-esplendor del gobierno de Manuel le siguió muy pronto el desmoronamiento interior del Estado bizantino.

 

3.

El intento de reacción de Andrónico Comneno

 

La debilidad de que adolecía el organismo estatal de Bizancio salió a la luz con especial claridad cuando a la muerte de Manuel ascendía al trono su hijo Alejo II, de doce años de edad, y la emperatriz viuda María de Antioquía asumía la regencia. La emperatriz favoreció al Protosebastos Alejo Comneno, sobrino del emperador muerto, en el que delegó los asuntos del Estado. La elección fue poco afortunada y entre los restantes miembros de la familia Comneno provocó gran resentimiento el favorecimiento de este hombre vanidoso e insignificante. El pueblo detestaba de igual manera a la occidental María y a su favorito. Fue inevitable que durante esta regencia se acentuaran tendencias latinófilas y el ciudadano bizantino atribuyó a esta circunstancia el rápido deterioro de la situación exterior e interior. Creció la indignación contra los latinos, es decir, contra los comerciantes italianos que se enriquecían en Bizancio y los mercenarios occidentales que constituían el soporte principal de la regencia. Repetidas veces algunos miembros de la estirpe Comneno Atentaron derribar al gobierno mediante un golpe de Estado, pero redas las tentativas fracasaron. Al partido de la oposición en Constantinopla le faltaba un líder. La decisión estaba en manos de Andrónico Comneno, primo hermano de Manuel, quien en aquel momento se encontraba en la región póntica como gobernador.

Andrónico Comneno es una de las figuras más interesantes de la historia bizantina. En aquel momento tenía unos sesenta años y había pasado una vida sumamente agitada. Desde siempre sus intrépidas hazañas y sus aventurados amoríos constituyeron la comidilla del día en Bizancio. Tenía un carácter atractivo, una brillante erudición, era ingenioso, elocuente, valiente en el campo de batalla y franco en la corte imperial; fue el único que se atrevió a oponerse abiertamente al emperador Manuel. Andrónico y Manuel, desde siempre, habían sido rivales, y probablemente fueron fundadas las sospechas de Manuel de que su ambicioso primo codiciaba la corona imperial. Andrónico no reconocía freno alguno, su ambición de poder y su deseo de gloria eran insaciables, no era escrupuloso en la elección de los medios y no conocía consideración alguna en la persecución de su fines. Después de repetidas tentativas de conciliación siempre surgían nuevas discordias. Andrónico, huyendo del recelo imperial, pasó varios años rodando aventureramente de corte en corte: era un huésped bienvenido en la corte del príncipe ruso de Galíc y en las cortes de los potentados musulmanes de Asia Menor. No fue solamente la rivalidad personal, sino también la divergencia política, la que separó a los dos grandes Comnenos. Andrónico era enemigo de la aristocracia feudal y adversario acérrimo de la tendencia occidentalizante de Manuel. Por ello en este momento, cuando se deseaba derrocar a la regencia latinófila de Constantinopla, todas las miradas se centraron en él.

A su paso por Asia Menor, Andrónico casi no encontró resistencia. Sus tropas, inicialmente pequeñas, fueron creciendo gracias a la afluencia de descontentos. En la primavera de 1182 había llegado a Calcedonia, donde instaló su campamento. El Protosebastos Alejo puso su confianza en la flota, cuya tripulación estaba constituida en gran parte por occidentales, e intentó cerrar el Bósforo. El Megaduque Andrónico Kontostephanos, comandante de la marina, se puso, sin embargo, del lado del usurpador, y con ello la causa de la regencia estaba perdida. En la capital estalló una revuelta; el Protosebastos Alejo fue arrojado en prisión y cegado. El odio de los bizantinos contra los latinos se descargó en una masacre horrible (mayo de 1182). Cegada por la ira, la multitud se abalanzó sobre las casas de los occidentales residentes en Constantinopla. Sus bienes fueron saqueados y quienes no habían huido a tiempo fueron masacrados cruelmente. Era el preludio al régimen que impondría Andrónico Comneno. Este celebró su entrada en Constantinopla rodeado por el júbilo de la población.

Inicialmente asumió el papel de salvador y protector del joven emperador Alejo II. Acusados de intrigas contra el Estado y el legítimo emperador, sus adversarios fueron enviados al cadalso, entre muchos otros también la emperatriz madre María, cuya sentencia de muerte tuvo que firmar el joven Alejo mismo. Una vez preparado el terreno de esta forma, Andrónico se decidió a aceptar la púrpura imperial, supuestamente tan sólo cediendo a las súplicas de la corte y del clero; en el mes de septiembre de 1183 se hizo coronar como coemperador de su protegido. Dos meses más tarde el infortunado muchacho fue estrangulado por los sicarios de Andrónico y su cadáver arrojado al mar. Para cumplir con el principio de legitimidad, el ya maduro Andrónico se casó con Inés-Ana, hija de Luis VII, la viuda (con trece años) de su sobrino asesinado.

Al igual que su personalidad, también su obra como estadista está llena de contradicciones. Aspiraba a regenerar el Imperio. Se rebelaba contra los males que sus antecesores habían dejado crecer y buscaba arrancar de raíz la prepotencia de la aristocracia. Puesto que no reconocía otro método de gobierno que la brutal aplicación de la violencia, su gobierno se convirtió en una cadena de actos de terror, conspiraciones y atrocidades. No cabe duda, y hasta sus detractores reconocen este hecho, que sus medidas llevaron en las provincias del Imperio a una rápida y muy sensible mejora de la situación. Con mano férrea supo erradicar algunos males que aquejaban al Estado que ya estaba en su ocaso, males que a los contemporáneos les parecían incurables. Cesó la compra de empleos. Se escogió a los funcionarios por su capacidad y se les pagó sueldos adecuados para hacerlos menos accesibles al soborno. Se luchó sin misericordia contra cualquier tipo de corrupción. A sus servidores el emperador les inculcó que «o debían cesar de cometer injusticias o bien debían cesar de vivir». Con estos principios logró incluso remediar el mayor de todos los males, los abusos que se cometían en la recaudación de impuestos. Esta circunstancia explica sobre todo la mejora de la situación que se puede constatar en las provincias del Imperio durante el gobierno de Andrónico. Pues lo que hacía insoportable las cargas de la población no eran sólo los tributos que el fisco exigía, sino también, y sobre todo, los chantajes que cometían sus recaudadores. La enérgica lucha contra los abusos que se consideraban imposibles de erradicar por sí sola bastó para hacer más llevadera la situación para la población: dio al sufrido campesinado bizantino una sensación de seguridad legal que le era completamente desconocida. «A quien había dado al César lo que era del César ya no se le exigió nada más; nadie le quitaba, conforme sucedía anteriormente, la última camisa del cuerpo, nadie le torturaba a muerte. Pues, cual si fuese palabra mágica, el nombre de Andrónico ahuyentaba a los ávidos recaudadores de impuestos». Produjo también una gran impresión sobre los contemporáneos la supresión de la costumbre ampliamente difundida de saquear barcos naufragados. A esta pésima costumbre —que sus antecesores habían combatido en vano— puso fin Andrónico al dar la orden de que los culpables fueran colgados de los mástiles de los barcos saqueados130. Fue su convicción inquebrantable que «no hay nada que los emperadores no puedan remediar ni tampoco injusticia al­guna que ellos no puedan erradicar con su poder».

Pero en esta conciencia exagerada del poder radicaba un gran peligro. El gobierno de Andrónico se convirtió en un régimen de terror. La lucha contra la aristocracia degeneró en una terrible brutalidad. Los métodos de lucha de que se sirvió —desenfrenados, siempre violentos y a menudo infames— privaban de base a sus aspiraciones de imponer la justicia. A la violencia respondió con la violencia. Hubo una incesante sucesión de conspiraciones. Irritado por la resistencia, el emperador, cuya irascibilidad y cuyo recelo con el transcurrir del tiempo habían llegado a dimensiones verdaderamente patológicas, recrudeció sus medidas, lo que, sin embargo, solamente logró ganarle nuevos enemigos. El Imperio se encontraba en un estado de guerra civil latente. Se mostró que a pesar de todo sí existían cosas contra las que el emperador era impotente. Andrónico intentó en vano dar marcha atrás a la rueda de la historia. La aristocracia feudal ya hacía tiempo que se había convertido en el verdadero soporte del Estado y de su poderío militar. No se la podía eliminar, pero su aniquilación por medio de ejecuciones masivas hizo que los fundamentos de la fuerza militar del Bizancio de aquella época se tambalearan.

El rigor absoluto con el que Andrónico combatió la corrupción era saludable. Fracasó, en cambio, en su programa de una reacción radical. La política antilatina aumentó la hostilidad que las poten­cias occidentales sentían hacia Bizancio, y la política antiaristocrática debilitó aún más a un Estado que ya estaba de por sí debilitado: cuando se produjo el inevitable ajuste de cuentas el Imperio fracasó completamente desde el punto de vista militar y, con ello, la política de Andrónico quedó sentenciada a muerte.

Muy pronto se desvaneció el deslumbrante brillo de gran potencia erigido por Manuel, y las primeras nubes de la tormenta que se avecinaba llegaban precisamente de un punto en el que la política de Manuel parecía haber sido particularmente exitosa: la región serbo-húngara. No fue en última instancia la autoridad personal de Manuel la que hizo que el rey húngaro Bela III se mantuviese pacífico y la que impulsara al Gran Zupán serbio Esteban Nemania a permanecer leal. A la muerte de Manuel estos vínculos personales se fueron aflojando y la manifiesta debilidad del Imperio, que tanto durante la débil regencia de la emperatriz viuda María como durante el brutal gobierno de terror de Andrónico no salía de sus disturbios internos, prometía una tarea fácil. Bela III se apoderó ya en 1181 de Dalmacia, Croacia y la región sítmica, y con ello todos los frutos de las tan costosas guerras húngaras de Manuel se podían dar por perdidos. Los frutos de las largas y agotadoras luchas con­tra los serbios se perdieron con la misma rapidez, pues ahora Esteban Nemania logró sin dificultad alguna su independencia de Bizancio. Al asesinar a la emperatriz María, Andrónico mismo le entregó el arma al rey húngaro, pues Bela III se presentó entonces como el vengador de la viuda de Manuel. En el año 1183 los húngaros, aliados con los serbios, invadieron el Imperio. Belgrado, Branicevo, Nis y Sofía fueron devastadas de tal forma que seis años más tarde los cruzados encontraron estas ciudades deshabitadas y en parte destruidas. En su lucha contra Bizancio, Nemanja logró en esta oca­sión asegurar la independencia de su país y aumentar extensamente, a costa del Imperio Bizantino, su territorio hacia el este y el sur. Al mismo tiempo extendió su área de dominio a Zeta, la cual, bajo su dirección, se fusionó con Rascia, conformando una sola entidad territorial y estatal.

En Asia, la tensión interna existente se tradujo en frecuentes disensiones. Las estirpes de magnates, encabezadas por la misma familia Comneno, opusieron una resistencia desesperada al régimen de Andrónico. Finalmente, se llegó al extremo de que Isaac Comneno, sobrino-nieto de Manuel, consiguiera establecer su propio gobierno en Chipre, separando la isla del Imperio. A pesar de haberse autotitulado emperador y acuñado su propia moneda, su insolencia quedó impune. El régimen se contentó con ejecutar cruelmente a aquellos de sus enemigos que habían sido apresados en Constantinopla. La isla, de vital importancia estratégica, se perdió para Bizancio. Comenzaba el desmembramiento del Imperio Bizantino.

Pero lo que más afectó al Imperio fue la invasión de los normandos. Los normandos sicilianos se decidieron, una vez más, a emprender una campaña de conquista contra Bizancio. En vano Andrónico se puso en contacto con el poderoso Saladino, el cual desde 1171, tras la disolución del califato de los Fatimitas, era el soberano de Egipto y quien, una vez muerto su antiguo señor Nuraldín (1174), había sometido igualmente Siria. Intentó desesperadamente, no obstante su enemistad con los latinos, reforzar la posición bizantina en Occidente, reestableciendo las relaciones con Venecia interrumpidas desde 1171. Igual que en aquel entonces bajo el mando de Roberto Guiscardo, ahora los normandos también atacaron primero Dirraquio (junio de 1185). La ciudad fue tomada rápidamente y el ejército normando se dirigió a Tesalónica. La flota normanda puso rumbo a la misma meta y ocupó por el camino las islas de Corfú, Cefalonia y Zante. Entonces se vio que Bizancio, pocos años después de la gloriosa etapa de Manuel, estaba más debilitado que en los memorables días en los que Alejo I, después de una época de decadencia desoladora, iniciaba la lucha contra Roberto Guiscardo. Alejo Comneno supo oponer una resistencia enconada al enemigo cerca de Dirraquio y, tras la caída de la fortaleza, prosiguió también con ella en el interior del país: ¡en aquel entonces los normandos ni siquiera llegaron hasta Tesalónica! Ahora, sin embargo, no encontraron resistencia alguna en su avance y el día 6 de agosto llegaron a su meta. También la flota normanda llegó al puerto de Tesalónica el 15 de agosto. Se inició el asedio por tierra y por mar. La defensa de la ciudad fue débil, su abastecimiento insatisfactorio, el comandante David Comneno se mostró incapaz y las tropas auxiliares enviadas desde Constantinopla no llegaron a tiempo. La segunda ciudad del Imperio caía en manos de los normandos el 24 de agosto. La avidez y odio de los vencedores no tuvieron límites. En la ciudad conquistada se cometieron las mayores atrocidades. Lo que hacía tres años los griegos habían infringido a los latinos en Constantinopla fue ahora hecho a los habitantes de Tesalónica, que sufrieron los más crueles insultos, torturas y asesinatos.

Desde Tesalónica, una parte del ejército normando se dirigió a fierres, pero el grueso de las tropas marchó sobre Constantinopla.

En la capital bizantina el ambiente se volvió cada vez más tenso. El terror practicado por el gobierno se propagaba con mayor desenfreno aún y el miedo a que la ciudad fuese conquistada por el enemigo aumentaba constantemente, ya que, después de la toma de Tesalónica, la conquista de la capital parecía ser cosa de días. La tormenta estalló el 12 de septiembre de 1185. El último gobernante de la dinastía Comneno sufrió una muerte horrible: el emperador, que tan sólo pocos años atrás había sido aclamado como el salvador del Imperio, era ahora bestialmente descuartizado en las calles de Constantinopla por la enfurecida turba.

 

4.

El hundimiento

 

La trágica muerte de Andrónico selló el fracaso de sus tentativas de reacción. La aristocracia feudal había vencido y bajo la dinastía de los Angelos no solamente pudo conservar su poder, sino también aumentarlo. Las fuerzas disgregadoras, en reacción contra los muchos años de lucha desesperada contra el absolutismo intransigente de los últimos Comnenos, tuvieron un efecto tanto más desenfrenado.

Los Angelos no procedían de las antiguas familias aristocráticas del Imperio. La oscura estirpe era originaria de Filadelfia y debía su ascenso al hecho de que la hija menor de Alejo I, Teodora, siguiendo la inclinación de su corazón, contrajo matrimonio con el hermoso Constantino Angel. Desde entonces los Angelos, en su calidad de parientes de la Casa imperial, ocuparon altos cargos, alcanzando especial relieve durante el gobierno de Manuel I; en la lucha contra Andrónico ya se encontraban en las primeras filas de la aristocracia bizantina. El azar quiso que la victoria de la aristocracia entronizase a un miembro de su estirpe.

Isaac II (1185-1195), nieto de Constantino Angel y de la porfirogeneta Teodora, fue en todo lo opuesto al autocrático y egoísta Andrónico. Dejó libre de trabas las tendencias que Andrónico había combatido de forma enérgica y brutal. Los viejos males que durante el gobierno de los grandes Comnenos habían quedado cubiertos por el esplendor de la plenitud de poder en el exterior, resaltaron ahora, sin embargo, descarnadamente, y quedó al descubierto con estremecedora claridad la podredumbre del organismo estatal bizantino. Ya nadie intentaba frenar el desgobierno de las administraciones central y provincial: la compra de cargos, la venalidad de los funcionarios, los chantajes de los recaudadores de impuestos, tomaron las formas más extremas. Del emperador Isaac II se dijo que vendía puestos de funcionario tal como se podían vender verduras en el mercado. Para la celebración de sus bodas, que se festejaron con gran pompa, introdujo un impuesto especial pata las provincias. Parece que consideró al Imperio que el destino le había deparado como su propiedad privada y que lo gobernó como un patriarca rural gobierna su feudo. Durante el gobierno de su hermano Alejo III (1195-1203), la situación se tornó aún más triste. La población de las provincias se arruinó debido a las pesadas cargas fiscales, ya que los abusos de los recaudadores aumentaron y las exigencias del gobierno crecieron. Se derrocharon sumas enormes en el boato de la despreocupada corte y en los pagos de tributos a otras naciones, en los cuales el débil gobierno veía un método de defensa contra enemigos superiores. A pesar de ello, las provincias fueron constantemente asoladas por los ataques enemigos y las regiones costeras por las expediciones y saqueos de los corsarios. El Estado estaba en proceso de desintegración y se encontraba inerme frente a la acción de los piratas. De nada valió que a veces en determinadas regiones se recaudara tres veces por año los impuestos para la construcción y equipamiento de barcos. Y mientras la carga tributaria de la población se volvía constantemente más pesada, los grandes propietarios influyentes conservaban y aumentaban sus privilegios. Todos los esfuerzos por parte de los órganos estatales de limitar el constante crecimiento de los privilegios fueron en vano debido a que el débil gobierno imperial no sabía defenderse contra las obstinadas demandas de los poderosos, que supieron siempre impo­nerse. De la institución de los themas, que antiguamente constituyera la espina dorsal del sistema administrativo y militar de Bizancio, sólo había quedado una sombra. A pesar de haberse reducido considerablemente el territorio del Imperio, Bizancio, en los últimos años del siglo XII, tenía más del doble de themas que los existentes en la época de la dinastía macedónica. La administración provincial bizantina estaba desmenuzada en porciones diminutas que tan sólo por su nombre recordaban a los antiguos themas. Al crecer constantemente los feudos privados, los órganos administrativos de las minúsculas provincias necesariamente cayeron en la dependencia de los grandes propietarios locales. Dada la debilidad del gobierno central, de ahí quedaba tan sólo dar un paso para que el poder de los gobernadores fuera reemplazado por el de los señores feudales y para que, de esta forma, surgiesen principados independientes.

Fue una suerte que el temor al peligro normando, que había hecho caer a Andrónico, resultara ser exagerado. Debido a su rapacidad y búsqueda de placeres, el ejército normando se encontraba desmoralizado y diezmado por enfermedades epidémicas. Debido a ello, el capaz general Alejo Branas logró vencer al enemigo cerca de Mosinópolis y luego, el día 7 de noviembre de 1185, infringirle la derrota decisiva cerca de Dimítritsa. Los normandos se retiraron abandonando Tesalónica y más tarde también Dirraquio y Corfú. Tan sólo Cefalonia y Zante permanecieron en poder de magnates occidentales y se separaron definitivamente de Bizancio, Con el otro enemigo que amenazaba al Imperio durante el reinado de Andrónico, el rey húngaro Bela III, Isaac Angel celebró un tratado de amistad, casándose con su hija de diez años, Margarita.

El que el Imperio estuviese seguro por el lado normando y por el húngaro tuvo un significado tanto mayor por cuanto a fines de 1185 estallaba una rebelión en Bulgaria. La aparición de los hermanos Pedro (Teodoro) y Asen no tuvo, en un principio, otro significado que el de que también en la región de Bulgaria se habían aflojado los lazos de dependencia directa del Imperio. Conforme había sucedido en otras zonas del Imperio, también aquí esto se tradujo en reclamaciones territoriales de los magnates locales. Primero Pedro y Asen reclamaron determinadas tierras en pronoia. La petulante superioridad con la que el gobierno bizantino rechazó secamente esta reclamación —presentada, por cierto, de manera poco respetuosa— precipitó los acontecimientos. Los desairados personajes pusieron en marcha una rebelión en el país —que se encontraba irritado por las demasiado pesadas cargas fiscales— cuyo resultado final fue la separación definitiva de Bulgaria del Imperio Bizantino y la fundación de un Segundo Reino búlgaro.

Los doscientos años de gobierno bizantino habían tenido, tanto en Bulgaria como en Macedonia, el efecto de debilitar el elemento eslavo de la población, lo que había llevado a que en esta zona se manifestase no sólo una grecización, sino también un fortalecimiento de otras etnias a costa de la eslava. En la región de Tesalónica abundaban los judíos y armenios. La región del Danubio contaba con numerosos cumanos. Los valacos, antepasados de los rumanos de hoy, habitaban tanto en la región del Danubio como en Macedonia y Tesalia, la cual recibió el nombre de Gran Valaquia. En la rebelión desencadenada por Pedro y Asen tomaron parte importante tanto los cumanos como sobre todo los valacos.

Complicaciones de orden interno contribuyeron a dificultar aún más la situación del Imperio. El vencedor de los normandos, Alejo Branas, que había sido enviado contra los rebeldes, tomó en Adrianópolis la púrpura y se enfrentó al gobierno de Isaac II. Cayó, sin embargo, en las luchas que se libraron ante Constantinopla, y en el verano de 1186 el emperador mismo, al frente de su ejército, entró en Bulgaria. No se podría reprochar a Isaac II una falta de energía en su lucha contra la rebelión búlgara. Indudablemente, Isaac no fue un estadista, pero tampoco fue, como suele representársele, un hombre débil o cobarde. Ciertamente, su gobierno no fue feliz, pero por muy desoladoras que fueran las circunstancias, el resultado de las guerras normandas y búlgaras demuestra que bajo su gobierno el Imperio no estaba tan inerme desde el punto de vista militar como lo estuviera durante la tiranía de Andrónico.

Los rebeldes fueron dispersados y Pedro y Asen huyeron al otro lado del Danubio. Pronto, sin embargo, regresaron con fuertes tropas auxiliares cumanas y la lucha resurgió. Rápidamente, Isaac se enfrentó al enemigo en el mes de octubre de 1186, pero en esta ocasión su situación era más difícil y tan sólo logró rechazar con grandes pérdidas a las huestes búlgaro-cumanas. En la primavera de 1187 emprendió una nueva campaña y dando un rodeo por la región de Sárdica trató de aproximarse a los rebeldes que estaban refugiados en las montañas. El éxito decisivo, sin embargo, tampoco se logró alcanzar esta vez, y Bizancio no estaba en condiciones de poder mantener una guerra de larga duración. Las dificultades se multiplicaban en todos los frentes. El Gran Zupán Esteban Nemanja de Serbia apoyó a los búlgaros rebeldes y aprovechó la oportunidad que le brindaba la lucha bizantino-búlgara para ampliar aún su dominio a costa del Imperio. En Asia Menor había estallado una revuelta. Así fue como Isaac puso fin a las luchas en Bulgaria y se decidió por un acuerdo con los rebeldes, quienes le entregaron como rehén a Kaloján, el hermano menor de Pedro y Asen.

El tratado de paz significaba el reconocimiento tácito de la recién creada situación, pues Bizancio cedía el territorio ubicado entre los Balcanes y el Danubio. Había vuelto a surgir un reino búlgaro autónomo. Fue probablemente en aquel entonces cuando se fundó el Arzobispado de Tirnovo y Asen recibió en la iglesia de San Demetrio de Tirnovo, de manos del nuevo arzobispo búlgaro, la corona de Zar. Se decía que San Demetrio, después de haber sido tomada la ciudad de Tesalónica por los normandos, había abandonado la ciudad griega para encaminarse a Tirnovo, capital del Segundo Reino búlgaro. La época de la hegemonía bizantina en los Balcanes había pasado a la historia para siempre, pues después de los serbios ahora también los búlgaros se habían sustraído definitivamente a la esfera de poder del Imperio, en el cual predominaban además las fuerzas separatistas. La profundidad de los peligros que esta evolución encerraba se manifestó con toda claridad cuando Bizancio tuvo la mala fortuna de tener que enfrentarse a una nueva cruzada.

El Santo Sepulcro había vuelto a caer en manos de los infieles. Saladino, quien desde Egipto había extendido su poder sobre Siria, había invadido en 1187 Palestina, infringiendo el 4 de julio una grave derrota a las fuerzas latinas cerca de Hattin; en ella tomó prisionero al rey Guido de Lusiñán y el 2 de octubre entraba en Jerusalén. Los soberanos más destacados de Occidente, Federico I Barbarroja, Felipe II Augusto y Ricardo Corazón de León, tomaron la cruz. En verano de 1189 Federico I, quien se había decidido por la vía terrestre que pasaba por Hungría, llegó a la Península Balcánica. Trató, sin embargo, de llegar a un acuerdo con el emperador de Bizancio. Ya en otoño de 1188 se había establecido en Nuremberg un acuerdo sobre el paso de los cruzados alemanes por territorio imperial. Esto no había supuesto, ni mucho menos, la erradicación de la desconfianza que los bizantinos sentían. De hecho Barbarroja mantuvo negociaciones no solamente con Bizancio, sino también con aquellos enemigos del Imperio a través de cuyos países conducía el camino a Tierra Santa, es decir, con los serbios y con el sultán de Ikonium. Tan inoportuna como resultó la llegada de Federico a los bizantinos, fue oportuna para los eslavos del Sur. La tensión inevitable que reinaba entre Bizancio y el emperador alemán suponía una ventaja para los reinos eslavos. El acercamiento a Hungría, la cual desde hacía decenios era uno de los pilares de la política serbia del emperador alemán, ya no era posible, pues recientemente se había aliado con Bizancio, cuyo poder ya no necesitaba temer. Ahora era el perspicaz Esteban Nemanja quien buscaba el apoyo del poderoso emperador alemán, y los búlgaros siguieron su ejemplo. Barbarroja fue recibido con grandes honores en Nis por Nemanja y mantuvo negociaciones, tanto con el Gran Zupán serbio como con enviados búlgaros. Serbia y Bulgaria le ofrecieron el juramento de vasallaje y una alianza contra Bizancio.

Comprensiblemente, estas negociaciones provocaron un profundo malestar en Constantinopla. El gobierno bizantino se lanzó en brazos de Saladino, enemigo acérrimo de los cruzados, y se produjo la renovación del pacto de alianza que se había celebrado durante el gobierno de Andrónico I, con el propósito de cerrar el paso de los cruzados alemanes. Consecuencia de esto fue la agravación de las relaciones bizantino-alemanas. Federico ocupó Filipópolis —cual si fuese una ciudad en tierra enemiga—, a raíz de lo cual se inició una alterada correspondencia en la que no se ahorraron ni reproches ni acusaciones de suma gravedad. Se llegó al extremo de que Barbarroja decidió, si era necesario, aplastar a Bizancio por la fuerza de las armas y ocupar Constantinopla. Después de la toma de Adrianópolis, donde volvió a reunirse con los delegados serbios y búlgaros, su ejército emprendió la marcha sobre Constantinopla. A su hijo Enrique le ordenó que se acercara a los muros de la capital bizantina con una flota. Isaac cedió ante esto y en el mes de febrero de 1190 se celebró un tratado en Adrianópolis por el que el emperador alemán recibía los barcos necesarios para la travesía, el envío de rehenes cualificados y la promesa de víveres a bajos precios. Todas las exigencias de Barbarroja habían sido cumplidas; Bizancio se había tenido que doblegar ante la superioridad de fuerzas del emperador alemán. En la primavera Federico I pasó con su ejército a Asia Menor y apresuradamente se dirigió a Tierra Santa, donde el destino, sin embargo, le impidió llegar.

A Bizancio apenas le afectó la expedición de los reyes de Inglaterra y de Francia, que habían escogido la vía marítima hacia Palestina, pues su ámbito de intereses ya no alcanzaba Palestina. Además, también su empresa fracasó. En la paz de 1192 Saladino recibió Jerusalén, mientras que las posesiones latinas quedaban limitadas a una delgada franja de tierra entre Jaffa y Tiro. Solamente una con­secuencia secundaria de esta Cruzada afectó directamente a Bizancio: Ricardo Corazón de León ocupó Chipre, tomó prisionero a su soberano, Isaac Comneno, y entregó la isla, primero a la Orden de los Templarios y luego (1192) al antiguo rey de Jerusalén Guido de Lusiñán. Desde entonces Chipre quedó en manos de los occidentales.

Después de la marcha y del trágico fin de Barbarroja, Bizancio recuperó su libertad de movimientos en los Balcanes. Isaac II emprendió sin demora la lucha contra los búlgaros, que habían invadido Tracia, y contra los serbios que habían aprovechado la controversia entre los dos Imperios para volver a realizar conquistas importantes y destruir las ciudades más importantes de Prizren y Skoplje hasta Sofía. Esteban Nemanja fue derrotado en 1190 junto al río Morava; por un tratado de paz se vio obligado a devolver los territorios que había conquistado en los últimos años, aunque pudo conservar sus conquistas anteriores. Parece que la victoria del emperador no fue tan total como quisieran hacernos creer las fuentes bizantinas. Además, la firma de un tratado de paz formal significaba el reconocimiento expreso de la existencia autónoma de Serbia como Estado. El acto fue sellado por la unión conyugal entre las dos casas soberanas: Esteban, segundo hijo de Nemanja, se casó con Eudocia, la nieta del emperador, y recibió el importante título de Sebastocrátor. El matrimonio con una princesa imperial y el otorgamiento del título de Sebastocrátor era una alta distinción, pero, al mismo tiempo, la incorporación de un príncipe heredero serbio a la jerarquía bizantina de títulos intentaba expresar la supremacía ideal del emperador bizantino, es decir, del Basileus y Autocrátor.

Bizancio fue menos afortunada al reemprender la lucha contra los búlgaros. La gran campaña de 1190 finalizó en una grave derrota. Si bien los bizantinos penetraron hasta los muros de Tirnovo, el asedio de la capital, sin embargo, no tuvo éxito y en la retirada el ejército bizantino fue derrotado en los pasos montañosos de los Balcanes; el mismo emperador se salvó a duras penas de la muerte. Posteriores tentativas de eliminar el problema búlgaro tampoco tuvieron éxito y en 1194 los bizantinos sufrieron otra derrota cerca de Arcadiopolis. El emperador, sin embargo, no abandonó la lucha. Renovó las relaciones amistosas con la corte del rey húngaro, que habían empeorado a causa de una incursión húngara en Serbia, para establecer una alianza con Hungría y emprender una nueva campaña contra Bulgaria. Apenas empezada la campaña, sin embargo, su hermano mayor Alejo le arrebató la corona imperial (8 de abril de 1195) y le hizo cegar.

Alejo III (1195-1203), un hombre débil y ávido de poder, era un producto típico de esta época de decadencia. Debido a que el nombre de Angel no le parecía lo suficientemente noble, tomó, tal como si quisiese caricaturizar a los grandes emperadores Comneno, el nombre de Comneno. Si el Imperio bajo el gobierno de Isaac II aún había podido, por muy podrido y desgastado que estuviera, resistir, ahora perdió su última capacidad de hacerlo. La decadencia interna se hizo más evidente de año en año, y también en la política exterior el cambio de régimen producido en 1195 tuvo consecuencias amplias y funestas.

El cambio en el trono tuvo unas consecuencias de carácter especial en la relación existente entre el Imperio y Serbia. El padre de la princesa Eudocia, casada en Serbia, se había convertido en emperador, y esto, sin duda alguna, repercutió en el cambio de gobierno producido en Serbia, donde al poco tiempo el Sebastocrátor Esteban, yerno del emperador, se apoderó del trono. El día 25 de marzo de 1196, el anciano Nemanja renunciaba al trono en favor de Esteban y se hacía monje primero en el monasterio serbio de Studenitsa y luego en el del Monte Athos, donde su hijo menor Sabbas llevaba ya desde hacía años una vida ascética. Podría parecer que la llegada de Esteban al poder supondría para Serbia el inicio de una nueva era de influencia bizantina. Nada de ello, sin embargo, sucedió, pues el impotente Imperio Bizantino no supo aprovechar la tan ansiada coyuntura. No fue el suegro bizantino del soberano serbio, sino la poderosa Iglesia romana y su exponente Hungría, quienes ganaron una influencia decisiva en los subsiguientes años tanto en Rascia como en Bosnia. El hijo mayor de Nemanja, Vukan, que se había tenido que conformar con la región de Zeta, se sintió postergado e inició la lucha contra su hermano confiando en el apoyo de Hungría y de la Curia Romana.

Abandonado por Bizancio, Esteban buscó su salvación en la alianza con Roma. Consideraba tan innecesario el apoyo de Constantinopla que repudió a su esposa bizantina; Vukan, sin embargo, se le adelantó. Con ayuda de los húngaros expulsó a su hermano del país y, tras reconocer la supremacía papal y los derechos de soberanía de Hungría (1202), se hizo cargo del gobierno. Las circunstancias tomaron un aspecto similar en la vecina Bosnia, donde el Ban Kulin solamente logró salvar su autoridad renegando de la doctrina bogomilita, abrazando la fe romana y poniéndose bajo la protección de Hungría (1203). Esteban, sin embargo, pronto recuperó su trono, aunque esto no lo debió, ni mucho menos, a una ayuda bizantina, sino a la de los búlgaros. Puede reconocerse con toda claridad en el comportamiento adoptado por el gobierno bizantino en la cuestión serbia cuán rápidamente había decaído el poder del Imperio. Mientras en el año 1196 Bizancio había estado entre aquellos que decidían la sucesión al trono serbio, pocos años más tarde se encontraba completamente marginado en esta cuestión y se veía obligado a abandonar el país serbio a la influencia romano-húngara.

En un primer momento Alejo III intentó sustraerse a la lucha con Bulgaria por medio de negociaciones de paz. Pero las reclamaciones búlgaras eran tan extremadas que las negociaciones fueron interrumpidas. Volvió a estallar la guerra, que tomó un curso desfavorable para Bizancio. La región de Serres fue devastada por los búlgaros (1195 y 1196), el ejército bizantino derrotado y su comandante el Sebastocrátor Isaac Comneno hecho prisionero. Por un lado, su orgullo impedía a Bizancio buscar un arreglo negociado y, por otro, su debilidad le impedía proseguir la guerra. Había aún una tercera alternativa: el apoyo a la oposición en el territorio enemigo. En 1196 Asen cayó víctima de una conspiración de los boyardos. Su asesino, el boyardo Ivanko, no logró, sin embargo, conservar el poder en Tirnovo por mucho tiempo, pues la ayuda que esperaba de Bizancio no llegó debido a los motines que habían estallado en el ejército bizantino. Tuvo que retirarse ante Pedro y huir a Constantinopla. Pero también Pedro, quien había tomado la co­rona imperial en lugar de Asen, caía asesinado en 1197.

Ivanko fue recibido en Constantinopla con todos los honores y nombrado gobernador de Filipópolis; posteriormente incluso se le elevó al cargo de comandante de las tropas imperiales que luchaban contra los búlgaros. Pronto, sin embargo, el astuto boyardo búlgaro, en cuyas manos había puesto Alejo III el destino de la lucha bizantino-búlgara, se apartó del Imperio y formó su propio principado en la región de los Montes Rhodopes. En Macedonia había nacido también otro principado regional aún más importante; allí el voivoda Dobromir Chrysos se había independizado en un primer momento en la región de Strynion y posteriormente había extendido considerablemente su territorio, instalándose en la difícilmente accesible ciudad de Prosek, cerca del Vardar. Consiguió ser reconocido por el gobierno bizantino, que le entregó una pariente del emperador como esposa. Al poco tiempo, sin embargo, Bizancio se vio obligado a tomar las armas también contra él. Dobromir Chrysos, apoyado por el imperio de Tirnovo, inició las hostilidades contra el Imperio Bizantino, ocupando una parte importante de la Macedonia occidental con Prilep y Bitola y llegando incluso hasta Grecia central. Fue solamente por medio de un ardid como los bizantinos consiguieron atrapar a su ex amigo Ivanko, después de lo cual su territorio retornó al Imperio. Las oscilantes luchas contra Dobromir Chrysos, a cuyo lado se habían pasado igualmente algunos altos comandantes bizantinos, finalizaron, sin embargo, cuando su principado recayó en el zar Kaloján, incorporándose de esta forma una gran parte de Macedonia al Imperio Búlgaro. Kaloján (1197-1207), hermano de Pedro y Asen, que anteriormente había sido un rehén en Constantinopla, se había convertido en un enemigo peligroso para el Imperio. Bajo su fuerte gobierno el nuevo Imperio Búlgaro experimentó su primer e impetuoso auge. Se convirtió en uno de los más importantes factores de poder en los Balcanes, interviniendo varias veces de manera decisiva en los destinos de la Europa sud­orienta!.

Kaloján aseguró el reconocimiento de Roma a su reino, forjado en la lucha contra Bizancio. La coronación de Asen por el arzobispo de Tirnovo no ofrecía las bases legales necesarias para el nuevo Imperio. El derecho a coronar solamente correspondía a los dos centros universales: Roma y Constantinopla, y tan sólo la corona enviada desde Roma o Constantinopla tenía validez legal. No es sorprendente que Kaloján se dirigiese con su petición a Roma y no al Imperio Bizantino que se encontraba en proceso de desintegración y con el que estaba enemistado. Así, en vísperas de la caída de Constantinopla, Roma no solamente había sometido espiritualmente a Serbia, sino también a Bulgaria, y había extendido su influencia a una gran parte de la Península Balcánica. Tras largas negociaciones, Kaloján se declaró a favor del reconocimiento de la supremacía papal. El último acto se desarrolló ya caída Constantinopla: el 7 de noviembre de 1204 un cardenal enviado a Tirnovo por Inocencio III ungió al arzobispo búlgaro Basilio como primado de Bulgaria, y un día más tarde coronó a Kaloján como rey.

La manifiesta y cada vez más lamentable incapacidad de la política bizantina en los Balcanes se debió en alto grado a que el Imperio se veía amenazado por grandes peligros en Occidente. Su mayor preocupación era, ya desde hacía muchos años, la relación que mantenía con el emperador Enrique VI. Enrique tomó posesión de la herencia paterna tras la muerte de Barbarroja, y en su calidad de esposo de Constanza, la heredera del trono normando, también recibió, a la muerte de Guillermo II (1189), la herencia normanda. La resistencia siciliana agrupada alrededor de Tancredo, sobrino de Guillermo II, estaba apoyada tanto por la curia romana como por Bizancio, pero después de la muerte de Tancredo perdió terreno. En la Navidad de 1194 Enrique recibió en Palermo la corona del reino siciliano. Para Bizancio, la unión de las dos potencias enemigas significaba un peligro mortal. El plan de Enrique de gobernar el mundo recibía a través de la incorporación de Sicilia al Imperio alemán una base sólida, y el primer punto de este plan, y el más importante, era la conquista del Imperio Bizantino. Enrique reclamó en un principio como herencia de Guillermo II la cesión del territorio situado entre Dirraquio y Tesalónica, que había sido conquistado por los normandos en 1185 y luego perdido; además reclamó el pago de sumas elevadas y la participación del Imperio Bizantino con una flota de guerra en la nueva cruzada que se estaba planeando. Tras el cambio en el trono bizantino de 1195, la situación se fue agravando constantemente. Enrique propició una pretensión dinástica al trono de Constantinopla al casar a su hermano Felipe con Irene, hija de Isaac II. Presentándose como el vengador de Isaac y protector de la familia del emperador destronado y cegado, imprimió a sus planes de conquista el sello de un anhelo de justicia. El intimidado gobierno de Alejo III se esforzó desesperadamente en calmar al emperador alemán por medio del pago de las elevadas sumas exigidas. Se comprometió a pagar un enorme tributo anual de 16 centenaria de oro. En todas las provincias se recaudó un «tributo alemán». Pero a pesar de que se extendiera al máximo la presión fiscal sobre el país, ya, por otra parte, agotado, no pudo reunirse la cantidad exigida. Tal era la decadencia de Bizancio que se tuvo que echar mano de los adornos preciosos de las tumbas imperiales en la Iglesia de los Apóstoles para poder reunir la suma del tributo y así comprar el favor de un enemigo claramente superior. El que Enrique se dignase entrar en negociaciones con Bizancio y el que en un principio se contentase con exprimir y humillar al enemigo se debió tan sólo a la intervención del Papa, quien insistió en que el emperador alemán no debía atacar Constantinopla, sino marchar como cruzado a Jerusalén. Ya que si la realización del plan alemán de hegemonía universal amenazaba con destruir al Imperio Bizantino, para el Papado, por su parte, implicaba el peligro de la constante impotencia, y esto hizo que el Papa defendiese la conservación del Imperio cismático de Constantinopla. Además, no debe olvidarse que no se trataba de una renuncia al plan de conquista, sino su aplazamiento. Bizancio ya se encontraba atenazado, pues los reyes Amalarico de Chipre y León de la Pequeña Armenia se habían hecho vasallos del emperador alemán. Pero antes de poder dar el golpe decisivo, la muerte segó la vida de Enrique VI (septiembre 1197).

La supresión del tributo alemán causó gran júbilo en Bizancio. El despreciado emperador Alejo Angel Comneno, quien poco antes había pagado impuestos al Imperio alemán y quien, temiendo por su vida, había arrancado las joyas de las tumbas de sus antepasados, consideró el momento oportuno para hacer valer a su vez sus pretensiones de poder universal y ofrecer, imitando el estilo de los grandes Comnenos, una alianza al Papa entre la única Iglesia y el único Imperio. Pero la muerte de Enrique VI no significaba más que un corto desplazamiento del ya inevitable ataque occidental al débil Imperio, cuya debilidad constituía incluso una invitación al ataque. El golpe de gracia le fue asestado unos pocos años más tarde desde otro centro.

El Imperio occidental se había desintegrado, pues mientras Italia se sustraía al dominio alemán, en Alemania había surgido en la persona de Otón de Braunschweig un rey opositor al hermano de Enrique: Felipe de Suabia. A la hegemonía del Imperio alemán le sustituyó la del gran Papa Inocencio III, y esto significaba  que la idea de la cruzada volvía a pasar al primer plano de la política occidental cara al Oriente. El plan del Papa era someter Bizancio no con el poder de las armas, sino someterlo a la Santa Sede por medio de la unión de las iglesias y hacerle tomar parte en la cruzada junto a la cristiandad occidental.

Junto a Inocencio III, autor espiritual de la Cruzada, se encontraba, sin embargo, en el centro del nuevo movimiento cruzado, dominando toda la empresa, la figura poderosa del anciano Dogo Enrizo Dándolo, cuya meta era dirigir a las fuerzas occidentales contra Bizancio. Dándolo, que era un gran estadista completamente inaccesible desde el punto de vista sentimental a la idea de la Cruzada, tenía en la destrucción del Imperio Bizantino la condición previa e imprescindible para afianzar duraderamente la hegemonía veneciana en Oriente. Era cierto que Venecia poseía desde los tiempos de Alejo I amplios privilegios en los territorios y en las aguas bizantinas: ni Juan II ni Manuel I habían podido zafarse de la pesada carga y también los dos emperadores de la casa Angel habían conminado expresamente los privilegios venecianos. Los repetidos intentos de independencia por parte del Imperio que se doblega a la presión veneciana tan sólo con el mayor disgusto y los estallidos espontáneos antilatinos que eran testimonio del sentir de la población bizantina, tal como se habían producido en los años 1171 y 1182, habían creado, sin embargo, una permanente sensación de inseguridad. La república marítima siempre tuvo que estar en estado de alerta y cada cambio de gobierno acaecido en Constantinopla obligaba a exigir de nuevo por la fuerza el reconocimiento de sus privilegios y salir al encuentro de cualquier intento de independencia con las armas. Por su parte, las ciudades de Génova y Pisa se habían convertido en peligrosos rivales, pues Bizancio se había visto obligado por la situación a otorgar a estas nacientes potencias marítimas vastos privilegios para poder crear de esta manera un contrapeso a la hegemonía veneciana. Mientras que en Constantinopla siguiese gobernando un emperador bizantino, Venecia nunca podría estar completamente segura de su posición de monopolio. La única solución posible parecía ser el sometimiento del Imperio de Bizancio. Y la mejor oportunidad para hacerlo la ofrecía la participación en la Cruzada, a la que se debía intentar transformar en una guerra de conquista del Imperio. Los bizantinos habían permitido que Venecia les arrebatase el dominio sobre su mar; ahora debían perder igualmente su territorio. La transformación que sufrió la Cuarta Cruzada, que ha inspirado numerosas teorías e interpretaciones, al dirigirse contra Constantinopla no tiene nada de enigmática. Se debió casi inevitablemente a la evolución precedente. Desde el Cisma de las Iglesias y sobre todo desde el inicio de las cruzadas había crecido constantemente en Occidente un sentimiento antibizantino. La política agresiva de Manuel cara a Occidente y la provocante hostilidad que Andrónico había mostrado frente a todos los latinos contribuyeron a que este sentir se convirtiese en hostilidad manifiesta. La patente debilidad e impotencia del gobierno bizantino durante la etapa de los Angelos había hecho, sin embargo, que la hostilidad contra los bizantinos se convirtiese en planes de conquista. La idea de la conquista de Bizancio en su calidad de antigua herencia normanda ya había aparecido cual fantasma entre el séquito de Luis VII; su realización pareció ser inminente durante la Cruzada de Federico Barbarroja; el heredero de Barbarroja y de los reyes normandos, Enrique VI, la situó en el centro de sus planes político. Y ahora que Venecia ponía en la balanza sus intereses comerciales y de política imperialista, fue cuando la idea se convirtió en realidad. La progresiva secularización de la idea de la cruzada alcanzó su objetivo lógico, que era convertir a la cruzada en un instrumento de conquista que se dirigiese contra el Imperio cristiano oriental. La coincidencia de determinadas circunstancias facilitó este cambio de rumbo y contribuyó a que los caballeros cruzados se pusiesen al servicio de los intereses venecianos.

Los cruzados se reunieron en Venecia para dirigirse en barcos venecianos a Egipto. Pero dado que no podían asumir los gastos de transporte, aceptaron la proposición del Dogo de suplir el monto faltante con apoyo armado y así ayudar a la república marítima a conquistar Zara, que se había aliado con Hungría. De esta forma se produjo la primera desviación de la meta fijada para la cruzada.

Los cruzados, estando al servicio de Venecia, marcharon contra la Hungría cristiana a pesar de que el mismo rey húngaro había tomado la cruz, y en noviembre de 1202 Zara fue tomada por asalto a pesar de que su población había puesto crucifijos en los muros de la ciudad. Este preludio puede considerarse todo un símbolo de esta cruzada.

A la primera desviación pronto le siguió la segunda, que estaba relacionada con la persona del príncipe Alejo Angel, hijo de Isaac II. El joven Alejo había logrado escapar de la cárcel, en la cual había estado encerrado con su padre cegado. Marchó a Occidente en busca de ayuda y, tras una infructuosa reunión con Inocencio III, llegó a la corte de Felipe de Suabia. Felipe, que intentaba por todos los medios continuar con la política de Enrique VI, se mostró definitivamente dispuesto a apoyar las pretensiones al trono imperial de Bizancio de su cuñado. Debido a que no podía, por dificultades internas, intervenir directamente, entró en negociaciones con los caballeros cruzados y con los venecianos, a los que trató de ganar para su plan de reponer en el trono a Isaac II y al hijo de éste. Este ofrecimiento fue acogido complacientemente por el Dogo y también el jefe de la cruzada, Bonifacio de Montferrat, cuya familia tenía relaciones estrechas con Oriente, aceptó con alegría la oportunidad de inmiscuirse en los asuntos bizantinos. Mientras los cruzados invernaban en la ciudad conquistada de Zara, llegaron mensajeros enviados por el rey alemán y por su protegido y se llegó al acuerdo deseado por ambas partes. Con la generosidad típica de todo pretendiente a un trono, Alejo prometió a los cruzados y a los venecianos enormes sumas de dinero, ofreció la posibilidad de la unión de las Iglesias para apaciguar al Papa y se comprometió a apoyar activamente otra cruzada una vez repuesto en el trono imperial. La mayoría de los cruzados se dejó persuadir por Dándolo y Bonifacio: la tentación era grande y la conciencia quedaba apaciguada debido a que la cruzada se reanudaría con los elevados recursos financieros prometidos por el pretendiente al trono bizantino una vez realizada la expedición contra Constantinopla. Alejo se unió a los cruzados en Zara, y en el mes de mayo de 1202 se firmó en Corfú el tratado sobre la pactada desviación de la Cruzada, y ya el 24 de junio apareció la flota de los cruzados ante la capital bizantina, la «Reina de todas las ciudades».

Después de la toma de Gálata, la cadena que cerraba el paso al Cuerno de Oro fue destruida y los barcos de los cruzados entraron al puerto; al mismo tiempo se inició el asalto por tierra de los muros de la ciudad. A pesar de que los defensores bizantinos y en particular la guardia varega opusieron una resistencia desesperada, el 17 de julio de 1203 Constantinopla cayó en manos de los cruzados. El infame Alejo III había huido llevándose el tesoro y las joyas de la corona. Él ciego Isaac II fue repuesto en el trono y su hijo Alejo IV, el protegido de los cruzados, recibió la corona de co­emperador.

Aún existía en Constantinopla un gobierno bizantino, pero su existencia dependía de la merced de los cruzados que acampaban delante de los muros de la ciudad. Y esta merced no duró mucho tiempo, sin embargo, pues muy pronto se mostró que Alejo IV no estaba en condiciones de cumplir las promesas dadas en Zara y Corfú. Entonces se encontró entre dos fuegos; por una parte, los cruzados y los venecianos exigían el pago inmediato, rechazando sin piedad sus súplicas de aplazamiento; por otra, la población bizantina se levantaba contra el emperador que había llamado a los cruzados, convirtiéndose a sí mismo y a su pueblo en siervos de los latinos. A fines del mes de enero de 1204 estalló en Constantinopla una rebelión; Alejo IV no sólo perdió la corona que había adquirido con tantos sacrificios, sino también la vida. Su padre murió poco tiempo después en prisión. El trono imperial pasó a Alejo V Ducas Murzuflo, un yerno de Alejo III por su matrimonio con aquella Eudocia que anteriormente había estado casada con el rey serbio Esteban.

La tendencia antilatina venció en Bizancio una vez más, pero su triunfo tan sólo aceleró el acto final de la tragedia. Los cruzados se aprestaron a luchar nuevamente contra la capital bizantina. Tenía que volverse a tomar por asalto la ciudad, pero esta vez no con el fin de instaurar un gobierno bizantino, sino con el de fundar un Imperio propio sobre las ruinas del Imperio de Bizancio. En el mes de marzo los cruzados y los venecianos celebraban minuciosamente la partición del Imperio a conquistar y la fundación de un Imperio Latino en Constantinopla. Tras ello se inició el asalto y lo que debía suceder sucedió: el 13 de abril de 1204, la capital bizantina sucumbió ante la superioridad numérica de los atacantes. Los conquistadores entraron en Constantinopla. Así, la ciudad, que desde los días de Constantino el Grande se había considerado inexpugnable y que había resistido a los tremendos ataques de persas y árabes, de ávaros y búlgaros, se convertía entonces en presa de los cruzados y venecianos. Durante tres días hubo saqueos y masacres en la ciudad. Los tesoros más preciosos del mayor centro cultural del mundo de aquel entonces fueron dispersados entre los conquistadores y en parte también bárbaramente destruidos. «Desde que se creó el mundo nunca se ha hecho en ciudad alguna un botín tan grande», afirmó el historiador de los cruzados. Incluso los ismaelitas son «más humanos y clementes» en comparación con los «hombres que llevan la cruz de Cristo en los hombros», anotó el narrador bizantino. Al reparto del botín siguió el reparto del Imperio, que consagró su ruina y que relegó a las fuerzas constructivas bizantinas por más de medio siglo del centro a la periferia.

 

 

CAPITULO VII

LA DOMINACION LATINA Y LA RESTAURACION DEL IMPERIO BIZANTINO

(1204-1282)